LAURA RODIG
Presencia
de Gabriela Mistral
(NOTAS
DE UN CUADERNO DE MEMORIAS)
COMIENZO
Ante una invitación
del Sr. Guillermo Feliú Cruz para colaborar en el presente número de Los Anales
de la Universidad de Chile, respondí muy honrada, aceptando, recordándoles, sí,
que yo no era escritora… y que, además, deseaba su consentimiento para decir la
verdad de muchas cosas como las conozco, aunque pase rozando un mal entendido
patriotismo o amor propio en cuanto a nuestra conducta oficial o colectiva a
que ella se refiera.
En el pedido y
asentimiento del Sr. Feliú, veo mi coincidencia en estimar que lo importante es
conocer a Gabriela Mistral, saberla en toda su grandeza y sencillez, buscando
en su memoria y enmendar rumbos, también, en el campo de la sensibilidad.
CONOCIMIENTO
En mi conocimiento
de Gabriela cuenta el que han sido 31 años de acucioso interés por todo lo suyo
y alrededor de 10 años de vida en común, (desde principios de 1916 a fines de
1925). A trechos de convivencia familiar con su madre y hermana y a trechos de
viajes a lo largo y fuera de Chile.
El haber recorrido
en compañía de ella los lugares de sus primeros pasos, de su adolescencia, de
sus amores, de sus penas, haber pasado años de mutua y única compañía, de
confidencias al calor de los leños frente al vértice helado de la desolación…
Por los viajes con ella por las tres Américas y algo de Europa, viviendo cerca
suyo en la magnífica época de su plenitud espiritual.
El verla en
dificultades de toda índole, sobreponerse, trabajar, superándose siempre y en
la santa intimidad que según las almas da la pobreza...
Tuve el privilegio
de vivir cerca suyo en una época en que circunstancias y acontecimientos
enmarcaban su vida en un ángulo cuyo en el recuerdo es como perenne sugerencia
para crear una sencilla escuela de estilo fraternal.
Seguridad de mano en
la mano, compañía, crecimiento del ser es lo que todos los cercanos a ella
conocimos desde entonces. Sabíamos que su cercanía era afrontar luz cegadora,
cumbres alucinadas, valles de afelpadas laderas y era también, adentrarnos en
honduras abismantes, en selva enmarañada y difícil.
Sin embargo, bastaba
tener un alma niña para ser su amiga y creo que lo fui, con sólo credencial.
SU INFANCIA
Como si estuviéramos
en la intimidad de la lámpara y del brasero, a los que ella cantó en sus
vigilias de maestra pobre y estudiosa, voy recordando como me lo contaba, cosas
de su vida, las que hoy repetiré a mi vez. Porque siendo ella una artista entre
los grandes y entre los grandes maestros, creo que el acontecer de su vida es
un capítulo emocionante y heroico de la historia humana, doloroso edificante y
constructivo para las juventudes, y, porque a veces, la versión de su vida
magnífica y alucinante aparece desfigurada o desconocida su grandeza.
Estas notas van
entresacadas de memorias y recuerdos de diez años de vida en común y de
(treinta y uno en lejanía; pero, de sostenido y acucioso interés por todo lo
suyo.
Para adentrarnos en
la trama de su existencia es bueno acompañamos de las figuras de su madre,
preciosa criatura, ya anciana cuando ella obtuvo su primer premio con la Flor
Natural en 1914, y de su media hermana, casi veinte años mayor que ella.
Salieron desde La
Unión, hoy Pisco Elqui, aldea interior del valle, en el amanecer del 6 de
abril. Como reviviendo el retablo de la natividad cristiana: La madre curvada
sobre su vientre en un borriquillo, su padre con otro de tiro, cargando los
enseres indispensables, (eran los medios del lugar y sus recursos). Éxodo
aconsejado los vecinos y las comadres del pueblo. Todos les decían que debían
irse a un sitio de mayores recursos, parecía difícil y extraño el de la
criatura que nacería.
Caminaron en la
eternidad de todas las horas de aquel día. Los vieron todas las luces y las
sombras de aquella angustiosa jornada, por riscos escarpados, laderas, atajos,
atravesando o vadeando el río. Llegaron ya cerrada la noche a pedir posada a la
entrada del pueblo de Vicuña. Amigos y parientes los acogieron con las
costumbres y de aquellos tiempos. Apenas traspasada la noche, con las primeras
luces del alba, llegó la extraña criatura que presentían en el Valle… Su padre
un poco temeroso la llevó a bautizar en el mismo anochecer. Fue el 7 de abril
de 1889.
Sus tres primeros
años transcurren en Vicuña. Su padre abandona el hogar, pero, ella tiene a ésa
su media hermana materna Emelina, quien fuera su única maestra y principal
sostén del grupo familiar.
Todo se formó entre
tres mujeres valerosas. Tres generaciones, tres edades extremas. Mujeres como
son por lo general en nuestra clase media y más modesta: las heroínas anónimas
de Chile. Las que con su trabajo de abeja o de hormiga sostienen la milagrosa
continuidad de la vida familiar.
A ésta su hermana le
dan una escuelita rural y parten a Monte Grande, lugar en medio del Valle de
Elqui. Este es el Monte Grande de su dorada infancia, el lote de su felicidad.
Su patria verdadera suma de sumos con que se robustece su imaginación, con que
se nutre su naturaleza, que madura y fecunda en su obra. De ahí los sapitos en
el parpadeo de las estrellas, los lagartos pintureados, el faisán, la voz del
agua, la palma real, todo verdadero como en la fantasía de un niño, en el
parque de don Adolfo Iribarren.
Monte Grande, para
siempre el de sus inefables amigas de la infancia: Rosalía, Soledad, Ifigenia…
Monte Grande destinado molde para ella, elemento para su poesía, el de su
memoria divina. Ahora su gratitud le dejó rango universal y la fidelidad de su
cuerpo yacente.
SU PADRE
Su padre había
venido del norte. Hijo de doña Isabel Villanueva, dama de gran prestancia y
personalidad, quien parece haber tenido decisiva influencia en el ánimo de
Gabriela. Esa señora quería que todos sus hijos fueran sacerdotes y monjas.
Así, había internado a su Jerónimo en el Seminario de La Serena desde donde
éste desertó. Él tenía otro destino... Por su educación ya formada se consiguió
un nombramiento de profesor y fue designado a la N.º 10, situada en La Unión
(Pisco, Elqui) en lo alto del valle donde vivía doña Petronila Alcayaga. Allí
se conocieron y a pesar de su gran diferencia de edad y caracteres se
enamoraron y casaron, en el Civil y Parroquia de Paihuano, en el año 1888.
Don Jerónimo, que
entonces tendría unos 26 años, era un hombre en todo sentido, extraño. Por
relatos familiares y de gentes que fueron alumnos suyos, sabemos que era muy
instruido, de genio violento, de aspecto imponente, sin ser muy alto, moreno
tostado, de ojos verdes inspiraba respeto y se imponía siempre. Era gran
profesor, preocupado de hacer labor cultural dentro y fuera de la escuela. Muy
solicitado entre las familias del valle a causa de su interesante conversación,
sus versados conocimientos y sus infinitos frente a toda circunstancia. Además,
tocaba violín y guitarra y era un poeta, estilo payador, de grande ingenio.
En su vida privada
sí que la particularidad de su carácter era remarcable. Caminador sin fatiga,
eso le daba a lugar, inquietantes ausentismos. Gustaba de domesticar y guardar
en casa, serpientes, iguanas, lagartos, etc., con la natural desesperación de
“Doña Petita”. Rara vez consentía en habitar recintos cerrados. Así, no es
aventurado suponer, como Gabriela misma lo creía, que ella había sido concebida
a la luz de los astros de su profundo valle.
ROMELIO URETA
De aquella escuela
campesina de la Compañía, Gabriela pasó a otra fiscal, a La Cantera, pero
antes, hacia 1907, conoce al que fuera el gran amor de su vida: Romelio Ureta,
de 22 años cuando ella tenía 18, nacido en Illapel a donde se había trasladado
su gente.
El joven Romelio
descendía de una familia distinguida y honorable. Su bisabuelo Don Baltazar
Ureta y Verdugo, era primo de Don José Miguel Carrera, el mismo, gran patriota,
fue desterrado a la Isla de Juan Fernández con Don Manuel de Salas, Don Ignacio
Cienfuegos, Don Ignacio Carrera, Don Mariano y Don Juan Egaña, M. Blanco
Encalada, Don Isidoro Errázuriz y tantos otros.
Los padres de
Romelio habían fallecido siendo él muy niño, quedando en poder de sus
parientes. Su tío, Don Macario Ureta, ingeniero constructor de Caminos y Vías
Férreas de la Zona, fue quien, tomándole especial afecto, se preocupó
directamente de su educación. Como después de sus humanidades, el joven Romelio
no demostrara mayor interés en seguir estudios especiales y para tenerlo bajo
su vigilancia, Don Macario lo ocupó en lo que le gustaba: los trenes. El
respaldo de su tío tal vez contribuyó a que muy pronto le confiaran en custodia
dineros de los bodegajes, hecho que marcó su desgracia ya que, por ello, un
amigo llamado Carlos Omar Barrios, encontrándose en muy difícil trance, acudió
a Romelio y le urgió le facilitase la cantidad de $ 2.000.—, por unos tres
días. El tiempo pasó. Frente al plazo de
rendir cuenta y sin disponibilidad para su reposición, Ureta sintió motivo de
deshonra y, en un medio día de noviembre de 1909, se quitó la vida.
Dicen que era un
muchacho de un carácter encantador, muy correcto en todo, pulcro en su persona,
un poco tímido y muy bien parecido, más bien alto, delgado, de tez muy blanca y
cabellos oscuros. Muy querido de quienes lo trataron y muy buen camarada. Se
formaba por ese tiempo una juvenil Compañía de Bomberos en Coquimbo, en donde
residía a su muerte, y, por haber sido él su más entusiasta fundador, le
tributaron un imponente funeral nocturno.
Hacia la época de su
muerte Romelio y Lucila estaban aparentemente distanciados. En la mañana fatal
en la residencial donde él se hospedaba se creyó, al verlo tan escrupulosamente
preocupado de su tenida personal, que iba a contraer matrimonio con una joven
con quien se le veía a menudo y que según ajenos comentarios era su prometida.
El mismo ante estas bromas de si se iba “desposorios” respondió
afirmativamente… Momentos más tarde se sintió un disparo de revólver… Se le
encontró tendido en su cama con sólo un delgado hilo de sangre en su sien derecha...
Buscando un rastro
que algo dijera de su extraña y tremenda decisión se le encontró por toda cosa,
en el pequeño bolsillo sobre su corazón, el fragmento final de una antigua
tarjeta con un nombre: “Lucila”. Muere él y renace en ella la fe en su siempre
profundo amor y es como zarza en llamas y su desgracia como un gran viento que
le anima: nace Gabriela Mistral.
La fuerza de este
amor, de este drama es el que le da la tónica a toda su obra que se proyecta en
planos siderales. Desde él se arranca con su dolor en acentos tan personales,
tan íntimos y humanos que nos hace sentir y llorar con ella, nos enseña a
hablarle a Dios y a la muerte. Su dolor se nos hace propio, su lengua encuentra
acentos tan inéditos, tan sublimes que un acontecer personal tan particular se
transforma y proyecta por misión cumplida del arte en imperecedero tema de
sentimiento universal.
LOS ANDES
La conocí a fines de
1916, en Los Andes, mi pueblo. Allí ella fuera maestra, en el Liceo de Niñas,
entre los años 1911 y 1918. Ese lugar era continuamente visitado por
escritores, atraídos por la sugerente radiación de su personalidad. Ese día la
sentí venir rodeando una larga galería, desde el fondo de la nave criolla del
parrón, bajo el que acostumbraba a dictar sus clases. Se aproximaba con sus
pasos rotundos, como todo en ella, con su aire de quietud y majestad, entre
campesina montañesa, hermosa india Boroa de ojos verdes o cariátide en
movimiento… reverso de imagen.
Tenía 26 años… Los
Andes, marco decorado para su estampa, ámbito justo para su acento…
Gustaba salir a
contar los astros en las profundas noches y en las lunadas vagar frente a su
casa por el camino entre el cerro y el río y perseguir su sombra proyectada en
la tierra. Junto a su alzada prestancia tenía, sin embargo, una entrañable
femineidad y un hacer cosas de niña. A veces, su abstracción de lo objetivo
externo era total. En alguna noche de radiante luna, protegida por una
sombrilla salió, creyéndose bajo los rayos de un sol de medio día, en la más ardiente
canícula…
Allá en Los Andes
aprendí de ella a escuchar en silencio el crecimiento del cáñamo y la espiga…,
o bien la fragorosa correntada del Aconcagua. En Río Blanco, el diálogo “’del
pez y la estrella” … El escuchar los tumbos del viento en los primeros contrafuertes
de la cordillera, En Coquimbito saber sobre la casa la sombra de la mano de la
Virgen de la Colina veladora del pueblo y el esperar cada tarde el regreso de
los pájaros hacia el álamo del huerto.
En Los Andes marcó
su vida con los primeros episodios del “país donde no se perdía”. Consolidó
amistades: Don Pedro Aguirre Cerda y Doña Juanita, a quienes después dedicara
Desolación y el grupo selecto de sus alumnos.
Inició una
correspondencia de generosa divulgación de lo nuestro y a lo largo del tiempo
de proyección universal que ha sido como un “halo” que ha envuelto a Chille en
resplandor. Colaboró con sus primeros poemas escolares. Escribió Los “Sonetos
de La muerte” que marcan un momento estelar en la historia del alma de la
patria y casi todos los más quemantes poemas de su obra.
En Los Andes debe
haber quedado la sombra de su plenitud física, como quedó su perfil iluminado
cada tarde en la montaña…
PUNTA ARENAS
(1918-1919). Partí
acompañándola a Punta Arenas, la ciudad más austral del mundo y, acaso, la más
civilizada de Chile. Allí vivió Gabriela dos años trabajando intensamente en su
colegio y en toda obra de bien social. La región entera conoció entonces su
personal contribución, no solamente de tipo cultural-intelectual, sino que
también quedó de relieve su abnegación y constancia en su labor. Las cárceles,
los hospitales, comités de ayuda. Para el problema central de años: la
descalcificación de los niños, que creaba en los suburbios la visión de un
pequeño mundo dantesco, tenía su palabra, su tiempo, sus libros y hasta parte
de su sueldo. Especialmente eficaz fue su persistente y pedigüeña acción
intermediaria ante la sorda actitud de los poderes Centrales…
“Donde haya que
plantar un árbol plántalo tú” —les decía a las juventudes— y en Magallanes no
fueron solamente frases, porque pese a los agoreros pesimistas y al sufrimiento
que le producía el frío salía con su colegio y por sus manos plantó árboles que
hoy se alzan espléndidos después de 41 años, en la Avda. Colón y en la plaza de
Punta Arenas. Allá en el vértice de la soledad tuvo, también, la pena de ver su
radiante naturaleza constreñida entre el frío glacial y el fuego de das
chimeneas del Liceo.
En la eterna
semioscuridad del invierno polar, en la mortecina luz del largo día de la media
estación, frente al “Estrecho de Magallanes” o en los arrebolados cielos con
sol a media noche en el verano, se entregaba a su alma, cristalizada en los de
Desolación y, también, a superar sus conocimientos.
En un 7 de abril,
creo que, en 1919, salí para traerle mi presente de cumpleaños. Un librero
tenía 40 libretas iguales, de tapas firmes y flexibles, como le gustaban. Se
las llevé y nunca la vi más contenta de un obsequio. Por la noche ya estaban
todas destinadas y muy pronto llenas hasta su última página con interesantes
anotaciones tituladas: “Los ríos de Chile”, “Los pájaros de Chile”, “Las
mariposas”, “El folklore”, “Yerbas medicinales”, “Los hebreos”, “Voces
indígenas”, “inglés”, “francés”, etc., etc. Algunas conservo aún y se sumarán a
la donación que preparo para la Universidad de Chile.
TEMUCO
En 1920, fue
Gabriela designada para reorganizar y dirigir el Liceo de Niñas de Temuco, que
llevaba años en reiterados disturbios. Desde aquella ciudad central de la
frontera, corazón de la Araucanía, en que el telón de fondo casi siempre es la
lluvia, viajamos en cada ocasión posible por toda la región conviviendo con sus
gentes y costumbres, compartiendo penas y problemas y el espectáculo a veces
grandioso y dramático de los inmensos incendios permanentes, debidos a la
carencia de protección de nuestros bosques.
Hicimos una
maravillosa y detenida navegación por el río Imperial y una estada de días en
Puerto Saavedra y Lago Budi, huéspedes del poeta Augusto Winter. Las sombras de
las pasajeras nubes sobre el oleaje de los trigales fueron material para sus
primeras “rondas”. En los días de sol solíamos ir a reductos indígenas o al
caserío de “Padre Las Casas”. Una tarde de ésas al regresar por una calle
sórdida y tras de oír una expresión soez de un hombre para una mujer grávida
que estaba en la puerta de su casa, entre alterada y confusa, Gabriela escribió
“Los poemas de la madre”.
Otro día y a raíz de
los sucesos del memorable año 20, en calidad de estudiante perseguido nos llegó
como huésped J. Santos González Vera, santo muy de nuestra devoción.
Y al final, como
para rubricar esta etapa del sur, fue el conocimiento, con un decidido y
perdurable afecto, del adolescente de entonces: Pablo Neruda. Gabriela dijo de
él al poco tiempo: “Chile le debe un favor extraordinario. En “Residencia en la
Tierra” hace estallar unas tremendas levaduras chilenas que nos aseguran un
porvenir poético ancho y feraz” … y Pablo 36 años más tarde Saludándola en
carta abierta le dice: “y para siempre yo reverencio su vida y su poesía”. Y ambos
formaron una amarra, una simbólica alianza: “Geografía y alma de Chile”,
creciendo para siempre sobre el mundo, como un gran canto a dos voces...
MEXICO
Después de siete
años de profesora en el Liceo de Los Andes y de haber reorganizado y dirigido con
todo éxito los de Punta Arenas y Temuco, se hizo cargo del Liceo N.º 6 de
Santiago, en medio de una campaña desmoralizadora en su contra por su falta de
título universitario, hostilidad que estaba haciéndole madurar la idea de
emigrar de Chile. …En esas circunstancias llegó la invitación oficial del
gobierno de México, la cual hizo noticia continental y permanente ya que ese
país significó en su persona el más alto homenaje de fraternidad a Chile.
Contar los actos que
en su honor y servicio se le hicieron a Gabriela Mistral con caracteres de
acontecimiento, llenos de conmovedores detalles, sería inacabable. Apuntamos,
sí: se le invitó a ella y a una secretaria con todos los gastos pagados; se le
instaló una casa-vergel; su arribo fue una apoteosis sin precedentes en México.
Simbólicamente se le entregaban las llaves de las ciudades por donde pasaba. Se
edificó y puso su nombre a una Escuela-Hogar e igualmente a la más grande y
moderna Escuela Primaria. Se designó con su nombre a infinitos otros planteles,
calles, bibliotecas, centros culturales, etc. Se le erigió una estatua.
Homenajes y finezas ininterrumpidas a lo largo y parejo de dos años a los que
se extendió la invitación que originariamente era de seis meses.
Se le fijó una renta
mensual en oro para hacer la labor que ella quisiera, la que se le prolongó en
Europa, en iguales condiciones.
En cuanto a mí, que
fui de secretaria, y Amantina Ruiz que también fue con nosotras, mis servicios
sobraron, porque se puso a su disposición para servirla en ese cargo a la
maestra más capacitada de la Universidad, la Srta. Palma Guillén, y a un equipo
de taquígrafas y dactilógrafas. Yo entonces solicité, y obtuve, trabajar en el
“Servicio de Misioneros de Cultura Indígena” lo que me permitió recorrer gran
parte de la tierra mexicana.
Ahora, sólo quiero
recordar una anécdota de Gabriela, muy suya, y también reproducir algunos
conceptos de la carta del ministro Vasconcelos, en que a nombre del Gobierno de
México le hace la trascendental invitación. Todo esto aconteció en los años
1922 y 1923.
Asistíamos a un
Congreso de Campesinos. En el anfiteatro del inmenso salón de actos de la
Universidad, había unos mil hombres, delegados de toda la tierra mexicana.
Gabriela había ido a condición de permanecer de incógnito, pero de pronto,
alguien la descubre y lo hace saber a la asamblea, la que le pide pasar a
presidir el acto. Aquello provocó una conmoción. Gabriela inútilmente se excusó
y trató de convencerlos que había acudido allí porque era ella la interesada en
sus problemas, que la campesinería era su dicha y su costumbre, y que, sus
versos allí estaban de más… Nada pudo ella contra la mexicana euforia y el
vehemente deseo de oírla. De pronto una voz sobrepasa a todo, con una expresión
que más o menos decía: -yo quiero darte un abrazo a esa linda señora-… Gabriela
se dirigió a lo alto de la galería desde donde había venido el grito e hizo un
ademán aceptando aquel abrazo… Mientras el “peladito” aludido empezó a
descender intrépido y feliz, la batahola se hacía indescriptible: pullas,
bromas, sombreros al aire, rechiflas al aludido, etc. … Gabriela y todos los de
la mesa directiva empezaron a sentirse incómodos Finalmente, el hombre llegó al
plan, pero al enfrentarse a Gabriela se anonadó. El griterío amainaba y todo
iba volviéndose expectación y silencio. De pronto vimos que al hombre se le
dobló una rodilla y Gabriela acercándose más, tomó entre las suyas, luminosas,
las manos oscuras, como raíces, del campesino, peón de la tierra y se las besó…
con una unción, una actitud tan reverente que nadie dejó de sentir su profundo
sentido simbólico y nadie quedó en la sala sin los ojos húmedos…
CARTA
DEL MINISTRO DE EDUCACION
DON
JOSE VASCONCELOS
“En México ninguna
mujer es más querida y admirada que Ud.”
“Usted es un resplandor
vivo que descubre a las almas sus secretos y a los pueblos sus destinos. Así,
no la concebimos como una gloria de cenáculo sino como una presencia que borra
todo recuerdo extraño…
“Si yo siguiera
diciéndole todo lo que México siente y todo lo que espera de Ud. no terminaría
nunca. Ud. misma va a mirar muchas cosas que tal vez nosotros no hemos visto y
Ud. no se sentirá cohibida para decirnos su pensamiento, porque por encima de
sus sentimientos, de su cortesía, están sus deberes de maestra que dice la
verdad conforme a su limpio corazón”.
SU FISICO
A partir de ‘los 20
años maduraba en la forma en que ‘la hemos esbozado. Su físico también se había
resuelto de un modo que aparentaba mucha más edad que la real.
Desde que había sido
maestra de campesinos parecía haberse mimetizado con ellos... Los vientos y
soles broncearon su tez y con su desmedido gusto por las frutas y los manjares
azucarados que le seguían por el mundo en forma de pequeñas encomiendas desde
su valle de Elqui, la habían hecho perder su línea peligrosamente. Por suerte
los viajes y sus afanes la rectificaron.
Se dijo y se creyó
por muchos que Gabriela era una mujer fea y es posible que, de buena fe, sin
observarlo dos veces, se hubiera creído. A ella misma costaba sacárselo de su
prodigiosa cabeza…
Ya dije que era
ingenua y modesta en la apreciación de su propio valer y, a este propósito, voy
a recordar una anécdota: Un día del año 1925, muy de mañana, regresando de
Europa, recalábamos en Montevideo. Impacientes estábamos las primeras sobre la
baranda, y a medida que nos acercábamos distinguíase mejor una enorme multitud
de niños de blanco con banderitas... Mirábamos en silencio, hasta que Gabriela
me dijo: ¿A quién espera todo ese mundo de lindos niños?... y, “mira, esa otra
gente.” Ya empezaba la faena de atracar al muelle. Las banderitas eran
uruguayas y chilenas, y otra vez Gabriela: “¿No sabes tú?” Y miraba buscando
entre los otros pasajeros que iban apareciendo en cubierta a la novedad. La
miré y le dije: “Si no adivina me paga albricias…”, pero como tardaba en
comprender y viendo la necesidad de que se preparara para lo que veía yo venir,
le dije: “Pero mamita, ¿no se da cuenta que es a Ud. a quien esperan?’ Se puso
intensamente pálida y a grandes pasos bajó a encerrarse en un camarote del cual
no salió hasta que pudimos convencerla que estaba equivocada de refugio… Luego
debió hacer frente al inmenso y entusiasta homenaje de los niños, maestros,
sociedades, organizaciones de mujeres, etc., y finalmente aceptar un banquete
que le ofreciera la intelectualidad del Uruguay...
Al bajar las
escaleras y tocar tierra, pasando por entre un gran número de damas aderezadas
lujosamente, sin saber que yo iba con ella, oí que decían a media voz: “Mira,
es fea”, “y que mal vestida”, etc.... Confieso que las tales expresiones me
molestaron en lo vivo, y de inmediato supe lo que tenía que hacer… Regresé
rápidamente al camarote sacan do algunas prendas que a porfía le habíamos hecho
adquirir en Europa y casi con imprudencia logré apartarla del grupo, que aún la
cumplimentaba, hacia un sitio apropiado para que se pusiera unas zapatillas y
un “tapado” de seda opaca color castaño, como su cabello de entonces y en su
cara un toque de polvos... y ni pensar en más y partió, pues ya la esperaba en
el inmenso comedor una muchedumbre abriéndole paso.
Entra, y ahora es la
exclamación al revés. A media voz y unánime: ¡Qué figura! ¡Qué elegante! ¡Qué
hermosa! Y sólo había sido cuestión de 10 minutos y de ponerse algún trapo
adecuado... Y se acabaron las señoras con sus pacientes toilettes... Era
Gabriela, con su aire incomparable, su paso liviano y resuelto como que venía
del mar… Centelleaban sus grandes ojos verdes como jades incrustados, la
sonrisa ancha sobre su dentadura alba y poderosa que alumbraba su rostro... y
el ademán de sus divinas manos.
Es que ella tenía la
‘’materia” en su estampa magnífica, en su aire de majestad tan natural.
Recordemos lo que se
dijo desde Estocolmo (trasmitido por los cables a la prensa y radio de todo el
mundo) en el acto de la entrega del Premio Nobel, por el monarca Gustavo de
Suecia: “Y Gabriela Mistral de Chile, parecía una reina en cada pulgada de su
figura…”
RESENTIMIENTOS
Siempre que se habla
de Gabriela, se dice que no ha disimulado su incomprensible amargura y su
resentimiento injustificado con Chile. No es que yo pretenda salir en defensa
de una causa que no la necesita. Pero ambiciono aclarar algunos puntos: No era
Gabriela criatura para disimular nada. Decía lo que pensaba. No sabía ni de
doblez ni de política. Era ingenua y humilde en la estimación de su propio
valer. Cada vez que se encontró con gente lista tuvo conflictos, los que
afrontó con detrimento de su paz interior.
Era artista y
maestra, por lo tanto, su sensibilidad mayor, sintió más la obligación de decir
su verdad.
Conocía su mundo y
le dolía; no sólo en lo personal, el modo nuestro, chileno, de despreciar o
matar nuestros valimientos: riquezas, talentos, salud. Su caso estaba entre
ellos.
No quisiera
entristecer a nadie ni menos ensombrecer su recuerdo, pero creo que, para saber
de ella, poder juzgarla humanamente y aprender a estimarla en su verdadera
dimensión, no podemos esquivar los hechos excepcionales y por demás dolorosos
que determinaron actitudes y conceptos que se creen incomprensibles o que se conocen
deformados en su interpretación.
Mucho, sucedió tal
vez, por destino, pero más por nuestra idiosincrasia colectiva que ojalá
cambiemos en su memoria, para felicidad y provecho de nuestra alma y patrimonio
nacional...
El conocimiento de
algunos hechos inéditos sufridos por esa criatura nuestra desde sus primeros
años y a lo largo de su vida, nos hará reflexionar, justipreciarla y comparar
con lo que llamamos nuestras tragedias, que a veces tanto nos desmoralizan…
Tenemos que admitir
que pocos sufrieron de tanta incomprensión, tanta ingratitud y falta material
de todo orden. Acaso nadie como ella, de tanta ofensa, desgracias, soledad y
frustración.
Voy a atreverme sólo
a escalonar algunos hechos comprobables, dejando a la sensibilidad receptiva
del lector el apreciar sus proporciones.
Si tocáramos el
punto de la influencia prenatal tendríamos un campo psíquico formidable. Pero,
partiremos desde los tres años de edad en que ya empieza sus pruebas de fuego…
Su padre, de quien era entrañablemente querida, abandona el hogar para siempre.
”A los siete años tiene un choque físico y moral que no es posible describir en
pocas líneas”.
A los nueve,
habiendo sido enviada por su hermana desde Monte Grande a una escuela superior
para que prosiguiera sus estudios, a poco, y a causa de un tremendo mal
entendido fue castigada por los profesores ejemplarizadoramente y vejada por
las niñas en forma ignominiosa. Y, aunque después todo se aclaró en forma
satisfactoria y se rindieran las excusas del caso, nunca se libró Gabriela de
la lesión moral de tal error e injusticia, por parte de sus maestros, ni del
recuerdo con estupor de que sus compañeras, a sabiendas de que provocaron ellas
el equívoco, ¡¡¡¡la afrentaran en la calle con los gritos de ladrona!!! y la apedrearan hasta dejarla exhausta y con
la cabeza ensangrentada. Este incidente fue durante su vida, llaga en su
memoria. A los doce años, insistiendo en el deseo de educarla, su madre la
llevó a La Serena. Empezaban a aplicarse los “test”. Quiso la mala suerte que
el suyo se interpretara como de incapacidad absoluta para todo estudio… y con
este comprobante la devolvieron a su desolada madre.
Hacia los quince
años, otra vez con renovadas esperanzas, con exhaustivos estudios autodidactos
y solamente revisados por su hermana que no siempre estaba cerca, con las
pruebas de ellos ya rendidas satisfactoriamente en la escuela y su ajuar listo,
se queda sin admisión en la Escuela Normal de La Serena y sin saber la
verdadera causa del rechazo. Tiempo después tuvo conocimiento que, a un
sacerdote muy influyente, no le habían hecho gracia unos versos suyos
aparecidos en un periódico local…
Poco más tarde
alguien le consiguió un empleo de escribiente en el Liceo de la misma ciudad.
Un día la directora la dejó a cargo de unas matrículas. Gabriela inscribe como
alumnas a unas niñas que traían sus requisitos de estudios en regla, pero, que
eran tan pobres como ella… La Jefa se indignó y como Gabriela se atreviera a
defender su punto de vista, se fue a la calle, esta vez por subversiva... Y es
por eso que ella exclamaba después, con dejo triste: “Ah, yo me conozco muy
bien eso de la echada”…
Desde La Serena
debió, pues, irse con su madre a trabajar a la escuela de un fundo, con niños
en el día y peones en la noche y éste es el momento en que empieza a afrontar
las responsabilidades que ya nunca abandona: su sustento y el de su madre.
Entre la época de
este empleo y el de la Escuela Pública de La Cantera, conoce al que fuera su
gran amor: Romelio Ureta, quien luego se suicida.
Y hasta aquí no
hemos contado aún los veinte años de su vida.
A partir de ellos,
en 1910, debe rendir una prueba muy seria: un examen de competencia en la
Escuela Normal N.º 1 de Santiago y salir distinguida si no quería irse de nuevo
a la calle... Con los antecedentes que ya hemos anotado, esto le representaba
un shock indudable y ello se habría consumado, de no ser por esa educadora
admirable que fue doña Brígida Walker, directora del plantel.
Gabriela, además que
era tímida en exceso, estaba la víspera en un estado tal, que antes del examen
se escapó a la Quinta Normal desde donde fueron a traerla dos amigos que la
acompañaban, Doña Fidelia Valdés y Víctor Domingo Silva.
La Sra. Walker, al
enterarse del caso y de que esa niña hacía versos, trató de tranquilizarla
animándola, y de pronto le dijo que, si le parecía, podía rendir su primera
prueba en un poema… Gabriela así lo hizo y en forma tan hermosa y con tanta
justeza en sus conocimientos que la directora se interesó vivamente por ella,
no abandonándola ya hasta constatar el éxito de todos sus exámenes.
Gabriela le guardó
toda su vida gratitud y el recordarla le fue siempre reconfortante. Le dedicó
el poema “La encina” que aparece en Desolación y que en esencia dice:
Noble
encina,
déjame
que te bese en tronco llagado,
que
con la diestra en alto, tu macizo sagrado
largamente
bendiga, como hechura divina!
Si a partir de los
veinte años de Gabriela englobamos su vida pública por otros veinte, aparte de
su primer éxito literario en los Juegos Florales de 1914, y de su viaje a
México, nos encontramos con otra sucesión de amarguras y persecuciones.
Un señor se compró
hacia 1917 la revista “Sucesos” y desde ella, sistemáticamente, la insultó
durante seis meses.
Un escritor nuestro
publicó un libro de críticas descomedidas sobre ella, el que no faltaba nunca
en las Cancillerías o Embajadas de Chile…
Aun cuando era época
de reajustes y de ponerse al día en asuntos de títulos y capacidades, se le
hizo víctima inmoderadamente, en especial cuando, tras de demostrar sus
eficientes servicios en las zonas australes, se le dio el Liceo N.º 6 de
Santiago. Si se le trajo de Punta Arenas, en donde tanto padeciera por su
riguroso clima, fue, más bien, a causa de un artículo muy difundido del
historiador y escritor mexicano residente en Madrid, Don Carlos Pereira, en que
hablando de toda América, por zonas, al llegar al extremo sur decía: en este
rincón del mundo tienen los chilenos a Gabriela Mistral” …
Cuando el Gobierno
de México, en 1922, la invitó a su país, en la forma que ya lo hemos descrito,
el honorable don Luis Emilio Recabarren, informado de que ella no disponía en
absoluto de dinero para sus gastos personales, y que, México pagaría todo, hizo
en la Cámara la indicación de que se le diera la suma de $ 5.000, Idea que sólo
obtuvo sonrisas e ironías... Sin embargo, en la misma sesión se aprobaron dos
comisiones para militares a Europa y cada personaje llevaba su familia,
servidumbre, etc. Todo a cargo fiscal.
Mientras México hizo
la más transcendental “Reforma Educacional” con su colaboración, en Chile jamás
se la requirió oficialmente para nada de la enseñanza, aun cuando, desde
entonces, haya sido incesante la sucesión de comisiones de estudios, de
observación, de becas que los sucesivos Gobiernos han enviado hasta aquel país.
Cuando el ministro
de Educación de México, Don José Vasconcelos (mientras Gabriela estaba en su
país, él vino a Chile) visitó a un ex presidente, éste le dijo: ¿Para qué
invitaron Uds. a la Mistral habiendo aquí tantas mujeres más interesantes que
ella? Vasconcelos puso un cable que, entonces, allá no comprendimos y que
decía: “Más que nunca convencido de que lo mejor de Chile, ahora está en
México”.
En una época aciaga
para ella, le suspendieron por seis años el dinero de su jubilación de maestra,
lo que le hacía contar: “Estoy obligada a escribir una barbaridad de artículos
gacetilla para poder mantenerme”.
Y a qué recordar la
vergüenza de su postergación en Literatura.
La sordera y ceguera
de quienes la molestaban con anónimos, por ejemplo: “De que sus canciones de
cuna no las entendían ni los niños” cuando ella había dicho y repetido “La voz,
la música, el arrullo son para el niño, la palabra y su contenido para la
madre”
Para rubricar esta
época, en lo sentimental: muere su madre, su hermana Emelina, su sobrina y lo
que hubiera sido una justa alegría, el Premio Nobel, estaba ensombrecido por la
muerte misteriosa de su adorado sobrino Yin-Yin, último ser de su familia.
En su carrera
Consular siempre tuvo puestos subalternos. Siempre fue Cónsul de 2ª clase, aun
cuando tenía el título de “A Elección”. Y ella decía una vez en una carta: “Me
ha llamado la atención el jefe, analfabeto, tres veces ministro” ...
Desde el mismo
terreno siempre defendió que un tal cargo no excluía el pensamiento de quien lo
ocupara. Se desataba en furor y respondía explosivamente, en especial, cuando
oía una ofensa para alguien o alguno de los países sudamericanos.
Su memorable
incidente con los españoles partió de un gran dolor suyo a causa de un
incidente de trascendencia. En una comida de intelectuales, en Madrid, a la
cual fue invitada, hubo un discurso “muy especialmente endilgado a mí”. Cuenta
que, de pronto, oye que se está diciendo, que ella ha agradecido o alabado
siempre el que los españoles conquistadores de América, mezclaran su sangre a
la aborigen y “lo que sucede es que esta señora no sabe que, si los españoles
tomaron indias, fue porque allá no había monas”.
El impacto fue
terrible. Gabriela pretendió contestar, pero las risas, aplausos, comentarios,
etc., y lo insólito de lo que oía no se lo permitió. Fuera de sí, levantándose,
se fue a interpelar a Don Miguel de Unamuno, exponiéndole lo ocurrido y
apelando a él como, a más puro de la conciencia de España y, Don Miguel de
Unamuno se plegó a su detractor. Gabriela, entonces, completamente anonadada le
argumenta en favor del número de los indígenas y mestizos y él exclamó: “¡Que
mueran!”
Ella, que era
hispanófila, se guardó, por años, esta amargura, decía que desde entonces le
pareció habérsele cortado de España el cordón umbilical…
A propósito de la
deslealtad de publicarle, en una revista, una carta privada, sustraída a su
amigo Armando Donoso, en la que expresaba algunos duros conceptos de las
postrimerías de la Dictadura de Primo de Rivera, sufrió persecuciones, insultos
y groserías infinitas, sin que le fuera dado explicar ni defenderse. Los
españoles, padres de la crítica, no tomaron en cuenta una veintena de artículos
de adhesión a España y llegaron hasta apedrear el edificio de “El Mercurio”,
por tenerla de colaboradora...
UNIVERSIDAD
Justo es decir que
la Universidad limpió nuestra frente en el caso de Gabriela, si recordamos que
ya en 1926, por acuerdo unánime, en vista de sus dificultades de una parte, y
de su sobresaliente preparación, su cultura general y sus brillantes
actuaciones internacionales por otras, se le concedió el título correspondiente
para desempeñarse —sin sobresaltos— como directora de su Liceo N.º 6, gracia
que ella no usó por estar ya avanzado su expediente de jubilación.
En su último viaje,
en el solemne acto en que la Universidad de Chile ungió a Gabriela Mistral,
“Doctora Honoris Causa” y en que se le expresaron conceptos humanísticos
sublimes, ella respondió con su insobornable sencillez campesina, pidiendo
solamente por los desheredados de la cultura…
La Universidad
valorizó altamente su mínima actitud, la que tuvo más eco en el Alma Mater que
un discurso académico.
Por eso, antes de
entregarla a la Majestad de la Tierra, puso su cuerpo junto a su pueblo, el que
por tres días y noches fue fijándolo en el ensueño de su alma y la despidió, en
voz de su Rector, con el más alto título, el más puro, el de Doctora Angélica.
Extenuante sería
seguirla en los sucesos ingratos y por demás dolorosos. Nunca lo hubiéramos
intentado sin las grandes razones ya expresadas.
La que no sólo fue
una mujer de Letras, de sueños o de planes; la que, como dijo Benjamín Carrión,
“Ella representa 40 años en la historia de la conciencia y de la sensibilidad
de Hispano América”. Y el director de la “Academia Franciscana” al entregarle
el Premio de las Américas en 1950: “Gabriela Mistral, de Chile, universalmente
considerada como portavoz de las culturas autóctonas de Hispano América”, etc.
Esta es la criatura
nuestra. Aquello que decía: “No tengo pasta de luchado ra”, sólo era en lo
personal. En cambio, supo vencer en la adversidad y darnos una obra y una
enseñanza que ya la está viviendo la Patria, agradecida; estupenda e inmensa
labor en todos los tópicos humanos, clamando al maestro, al artista, al
periodista, al industrial. En cientos de mensajes y recados está todo el
Universo, desde las piedras eternas de la Catedral de Chartres, a las inefables
flores de Inés Puyó.
Frente a ella nadie
podía estar espiritualmente inactivo. Inmensamente generosa: daba sus libros,
su dinero, sus vestidos, sus consejos, siempre llenos de quemante sabiduría.
Todo el que la conoció recibió algo suyo. Sabía dar.
Pensemos por un
momento en la hazaña de prepararse sola y todo lo que hizo para lo que otros
con su solo título: Soportar indecibles sacrificios, rigores de climas,
“revelando la dimensión del Magisterio”.
Ella hacía la labor
al tiempo que predicaba. Vivió en combate por la belleza y la esperanza y era
que, consecuente a su conducta, sacaba aliento para todos. La que, en fin, como
maestra hizo su vida conforme a sus palabras:
Sé
fervoroso. Para encender lámparas hay que llevar fuego en el corazón.
Simplifica;
Saber es simplificar sin restar esencia.
Si
no puedes amar mucho no enseñes niños.
Piensa
en que Dios te ha puesto a crear el mundo de mañana.
FIN
Ver su reciedumbre
mental y física en regresión fue dolor con instintiva rebeldía ante lo fatal.
Ella era como un gran río caudaloso de mil brazos e iba como anegándose en cada
uno... O como nave de mar o de catedral antigua cargada de frutos o de preces
para todos los necesitados.
Ahora, su voz se
adentró en la raíz de la tierra y su corazón aventado en el espacio
conformándose a la forma de otro corazón, el de la América nuestra. Nuestra patria,
la de la infancia, la que todos
llevamos dentro hasta el último día… Nuestra tierra y con ella todo el
Continente Americano, presentes y ausentes, nativos y extraños. Todo el que ha
tenido en su oído o en su corazón la palabra Chile, también, creó vínculo con
el nombre de Gabriela.
Hasta en los más
lejanos y remotos pueblos se ha reverenciado su nombre. A todo el que trabó
esta amistad le será acontecimiento memorable. En el alba del 7 de abril de
1889, en Vicuña, Elqui, en uno de los valles más luminosos de la tierra nació
la niña Lucila de María, después Gabriela Mistral y que, transcurridos casi 67
años de su milagrosa existencia, en otro amanecer, en el 9 de enero de 1957,
mientras caía la nieve, en un lejano pueblo extranjero, se apagó su vida.
La hemos llorado y
con nosotros todo el Continente Americano, con llanto de raíz común.
Quiso quedar en su
Monte Grande, así lo expresó hasta el último a Doris Dana, su gran compañera de
los últimos años, en su tierra soleada, tal vez, porque decía: “Allá en mi
valle cuando Dios nos mira, nos ve más clara e indistintamente recortados como
los nopales, en su luz rotunda...”
Como en su vida y
más allá de ella su destino fue servir. Asida a nuestra bandera, con el ala
rota, pasó como un gran signo por los cielos de América, como si la mano de
Dios le ayudara a escribir en ellos su postrer recado, y como para que no
olvidemos que somos el Continente del siempre Común Destino.
Ha sido a lo largo
de Chile la tristeza de sentir su magnificente materia conformada a lo
impalpable y la tristeza de sentirnos huérfanos de su gesto familiar y
generoso, de su luminosa sonrisa ya para siempre dormida tras del muro.
Su partida ha
golpeado nuestra fibra más entrañable porque el dolor de su pérdida nos ha
revelado un hecho que no entendíamos del todo: el acontecer de su vida era como
la existencia de una madre y una hija para cada chileno Memorable debe ser
nuestra gratitud porque esa criatura nacida en un repliegue de nuestra montaña
nos ha llenado de dignidad ante el mundo.
Por todo lo que fue
y por todo lo que hizo su existencia y su memoria serán ya para siempre
recuerdo y presencia. Presencia y recuerdo suyo en nuestra bandera batida en el
viento. Presencia y ternura suya en lo grande y en lo mínimo, en la imagen de
toda infancia, en la entraña de toda madre…
El pájaro indefenso,
la flor del espino, la caña sumergida y el villanito errante tuvieron
largamente su mirada…
Todo en ella ha
sido, para nosotros, como un gesto de la mano de Dios que nos la dio como la
hebra del mundo que da la madre... Y su silencio de ahora es sólo como el de la
entraña que guarda la semilla…
No quedándole un
deudo suyo, familiar, sobre la tierra, su recuerdo, su ejemplo y su semblante,
por siempre de talla heroica, es de todos los chilenos.
Pongamos un laurel sobre su frente, porque ella dio
más humanidad a nuestra raza y un nuevo fulgor a la “Estrella de Chile”.