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lunes, 14 de abril de 2025

 


                                                         


                                                        LAURA RODIG

Presencia de Gabriela Mistral

(NOTAS DE UN CUADERNO DE MEMORIAS)

 

 

COMIENZO

Ante una invitación del Sr. Guillermo Feliú Cruz para colaborar en el presente número de Los Anales de la Universidad de Chile, respondí muy honrada, aceptando, recordándoles, sí, que yo no era escritora… y que, además, deseaba su consentimiento para decir la verdad de muchas cosas como las conozco, aunque pase rozando un mal entendido patriotismo o amor propio en cuanto a nuestra conducta oficial o colectiva a que ella se refiera.

En el pedido y asentimiento del Sr. Feliú, veo mi coincidencia en estimar que lo importante es conocer a Gabriela Mistral, saberla en toda su grandeza y sencillez, buscando en su memoria y enmendar rumbos, también, en el campo de la sensibilidad.

 

CONOCIMIENTO

En mi conocimiento de Gabriela cuenta el que han sido 31 años de acucioso interés por todo lo suyo y alrededor de 10 años de vida en común, (desde principios de 1916 a fines de 1925). A trechos de convivencia familiar con su madre y hermana y a trechos de viajes a lo largo y fuera de Chile.

El haber recorrido en compañía de ella los lugares de sus primeros pasos, de su adolescencia, de sus amores, de sus penas, haber pasado años de mutua y única compañía, de confidencias al calor de los leños frente al vértice helado de la desolación… Por los viajes con ella por las tres Américas y algo de Europa, viviendo cerca suyo en la magnífica época de su plenitud espiritual.

El verla en dificultades de toda índole, sobreponerse, trabajar, superándose siempre y en la santa intimidad que según las almas da la pobreza...

Tuve el privilegio de vivir cerca suyo en una época en que circunstancias y acontecimientos enmarcaban su vida en un ángulo cuyo en el recuerdo es como perenne sugerencia para crear una sencilla escuela de estilo fraternal.

Seguridad de mano en la mano, compañía, crecimiento del ser es lo que todos los cercanos a ella conocimos desde entonces. Sabíamos que su cercanía era afrontar luz cegadora, cumbres alucinadas, valles de afelpadas laderas y era también, adentrarnos en honduras abismantes, en selva enmarañada y difícil.

Sin embargo, bastaba tener un alma niña para ser su amiga y creo que lo fui, con sólo credencial.

 

SU INFANCIA

Como si estuviéramos en la intimidad de la lámpara y del brasero, a los que ella cantó en sus vigilias de maestra pobre y estudiosa, voy recordando como me lo contaba, cosas de su vida, las que hoy repetiré a mi vez. Porque siendo ella una artista entre los grandes y entre los grandes maestros, creo que el acontecer de su vida es un capítulo emocionante y heroico de la historia humana, doloroso edificante y constructivo para las juventudes, y, porque a veces, la versión de su vida magnífica y alucinante aparece desfigurada o desconocida su grandeza.

Estas notas van entresacadas de memorias y recuerdos de diez años de vida en común y de (treinta y uno en lejanía; pero, de sostenido y acucioso interés por todo lo suyo.

Para adentrarnos en la trama de su existencia es bueno acompañamos de las figuras de su madre, preciosa criatura, ya anciana cuando ella obtuvo su primer premio con la Flor Natural en 1914, y de su media hermana, casi veinte años mayor que ella.

Salieron desde La Unión, hoy Pisco Elqui, aldea interior del valle, en el amanecer del 6 de abril. Como reviviendo el retablo de la natividad cristiana: La madre curvada sobre su vientre en un borriquillo, su padre con otro de tiro, cargando los enseres indispensables, (eran los medios del lugar y sus recursos). Éxodo aconsejado los vecinos y las comadres del pueblo. Todos les decían que debían irse a un sitio de mayores recursos, parecía difícil y extraño el de la criatura que nacería.

Caminaron en la eternidad de todas las horas de aquel día. Los vieron todas las luces y las sombras de aquella angustiosa jornada, por riscos escarpados, laderas, atajos, atravesando o vadeando el río. Llegaron ya cerrada la noche a pedir posada a la entrada del pueblo de Vicuña. Amigos y parientes los acogieron con las costumbres y de aquellos tiempos. Apenas traspasada la noche, con las primeras luces del alba, llegó la extraña criatura que presentían en el Valle… Su padre un poco temeroso la llevó a bautizar en el mismo anochecer. Fue el 7 de abril de 1889.

Sus tres primeros años transcurren en Vicuña. Su padre abandona el hogar, pero, ella tiene a ésa su media hermana materna Emelina, quien fuera su única maestra y principal sostén del grupo familiar.

Todo se formó entre tres mujeres valerosas. Tres generaciones, tres edades extremas. Mujeres como son por lo general en nuestra clase media y más modesta: las heroínas anónimas de Chile. Las que con su trabajo de abeja o de hormiga sostienen la milagrosa continuidad de la vida familiar.

A ésta su hermana le dan una escuelita rural y parten a Monte Grande, lugar en medio del Valle de Elqui. Este es el Monte Grande de su dorada infancia, el lote de su felicidad. Su patria verdadera suma de sumos con que se robustece su imaginación, con que se nutre su naturaleza, que madura y fecunda en su obra. De ahí los sapitos en el parpadeo de las estrellas, los lagartos pintureados, el faisán, la voz del agua, la palma real, todo verdadero como en la fantasía de un niño, en el parque de don Adolfo Iribarren.

Monte Grande, para siempre el de sus inefables amigas de la infancia: Rosalía, Soledad, Ifigenia… Monte Grande destinado molde para ella, elemento para su poesía, el de su memoria divina. Ahora su gratitud le dejó rango universal y la fidelidad de su cuerpo yacente.

 

SU PADRE

Su padre había venido del norte. Hijo de doña Isabel Villanueva, dama de gran prestancia y personalidad, quien parece haber tenido decisiva influencia en el ánimo de Gabriela. Esa señora quería que todos sus hijos fueran sacerdotes y monjas. Así, había internado a su Jerónimo en el Seminario de La Serena desde donde éste desertó. Él tenía otro destino... Por su educación ya formada se consiguió un nombramiento de profesor y fue designado a la N.º 10, situada en La Unión (Pisco, Elqui) en lo alto del valle donde vivía doña Petronila Alcayaga. Allí se conocieron y a pesar de su gran diferencia de edad y caracteres se enamoraron y casaron, en el Civil y Parroquia de Paihuano, en el año 1888.

Don Jerónimo, que entonces tendría unos 26 años, era un hombre en todo sentido, extraño. Por relatos familiares y de gentes que fueron alumnos suyos, sabemos que era muy instruido, de genio violento, de aspecto imponente, sin ser muy alto, moreno tostado, de ojos verdes inspiraba respeto y se imponía siempre. Era gran profesor, preocupado de hacer labor cultural dentro y fuera de la escuela. Muy solicitado entre las familias del valle a causa de su interesante conversación, sus versados conocimientos y sus infinitos frente a toda circunstancia. Además, tocaba violín y guitarra y era un poeta, estilo payador, de grande ingenio.

En su vida privada sí que la particularidad de su carácter era remarcable. Caminador sin fatiga, eso le daba a lugar, inquietantes ausentismos. Gustaba de domesticar y guardar en casa, serpientes, iguanas, lagartos, etc., con la natural desesperación de “Doña Petita”. Rara vez consentía en habitar recintos cerrados. Así, no es aventurado suponer, como Gabriela misma lo creía, que ella había sido concebida a la luz de los astros de su profundo valle.

 

ROMELIO URETA

De aquella escuela campesina de la Compañía, Gabriela pasó a otra fiscal, a La Cantera, pero antes, hacia 1907, conoce al que fuera el gran amor de su vida: Romelio Ureta, de 22 años cuando ella tenía 18, nacido en Illapel a donde se había trasladado su gente.

El joven Romelio descendía de una familia distinguida y honorable. Su bisabuelo Don Baltazar Ureta y Verdugo, era primo de Don José Miguel Carrera, el mismo, gran patriota, fue desterrado a la Isla de Juan Fernández con Don Manuel de Salas, Don Ignacio Cienfuegos, Don Ignacio Carrera, Don Mariano y Don Juan Egaña, M. Blanco Encalada, Don Isidoro Errázuriz y tantos otros.

Los padres de Romelio habían fallecido siendo él muy niño, quedando en poder de sus parientes. Su tío, Don Macario Ureta, ingeniero constructor de Caminos y Vías Férreas de la Zona, fue quien, tomándole especial afecto, se preocupó directamente de su educación. Como después de sus humanidades, el joven Romelio no demostrara mayor interés en seguir estudios especiales y para tenerlo bajo su vigilancia, Don Macario lo ocupó en lo que le gustaba: los trenes. El respaldo de su tío tal vez contribuyó a que muy pronto le confiaran en custodia dineros de los bodegajes, hecho que marcó su desgracia ya que, por ello, un amigo llamado Carlos Omar Barrios, encontrándose en muy difícil trance, acudió a Romelio y le urgió le facilitase la cantidad de $ 2.000.—, por unos tres días.  El tiempo pasó. Frente al plazo de rendir cuenta y sin disponibilidad para su reposición, Ureta sintió motivo de deshonra y, en un medio día de noviembre de 1909, se quitó la vida.

Dicen que era un muchacho de un carácter encantador, muy correcto en todo, pulcro en su persona, un poco tímido y muy bien parecido, más bien alto, delgado, de tez muy blanca y cabellos oscuros. Muy querido de quienes lo trataron y muy buen camarada. Se formaba por ese tiempo una juvenil Compañía de Bomberos en Coquimbo, en donde residía a su muerte, y, por haber sido él su más entusiasta fundador, le tributaron un imponente funeral nocturno.

Hacia la época de su muerte Romelio y Lucila estaban aparentemente distanciados. En la mañana fatal en la residencial donde él se hospedaba se creyó, al verlo tan escrupulosamente preocupado de su tenida personal, que iba a contraer matrimonio con una joven con quien se le veía a menudo y que según ajenos comentarios era su prometida. El mismo ante estas bromas de si se iba “desposorios” respondió afirmativamente… Momentos más tarde se sintió un disparo de revólver… Se le encontró tendido en su cama con sólo un delgado hilo de sangre en su sien derecha...

Buscando un rastro que algo dijera de su extraña y tremenda decisión se le encontró por toda cosa, en el pequeño bolsillo sobre su corazón, el fragmento final de una antigua tarjeta con un nombre: “Lucila”. Muere él y renace en ella la fe en su siempre profundo amor y es como zarza en llamas y su desgracia como un gran viento que le anima: nace Gabriela Mistral.

La fuerza de este amor, de este drama es el que le da la tónica a toda su obra que se proyecta en planos siderales. Desde él se arranca con su dolor en acentos tan personales, tan íntimos y humanos que nos hace sentir y llorar con ella, nos enseña a hablarle a Dios y a la muerte. Su dolor se nos hace propio, su lengua encuentra acentos tan inéditos, tan sublimes que un acontecer personal tan particular se transforma y proyecta por misión cumplida del arte en imperecedero tema de sentimiento universal.

 

LOS ANDES

La conocí a fines de 1916, en Los Andes, mi pueblo. Allí ella fuera maestra, en el Liceo de Niñas, entre los años 1911 y 1918. Ese lugar era continuamente visitado por escritores, atraídos por la sugerente radiación de su personalidad. Ese día la sentí venir rodeando una larga galería, desde el fondo de la nave criolla del parrón, bajo el que acostumbraba a dictar sus clases. Se aproximaba con sus pasos rotundos, como todo en ella, con su aire de quietud y majestad, entre campesina montañesa, hermosa india Boroa de ojos verdes o cariátide en movimiento… reverso de imagen.

Tenía 26 años… Los Andes, marco decorado para su estampa, ámbito justo para su acento…

Gustaba salir a contar los astros en las profundas noches y en las lunadas vagar frente a su casa por el camino entre el cerro y el río y perseguir su sombra proyectada en la tierra. Junto a su alzada prestancia tenía, sin embargo, una entrañable femineidad y un hacer cosas de niña. A veces, su abstracción de lo objetivo externo era total. En alguna noche de radiante luna, protegida por una sombrilla salió, creyéndose bajo los rayos de un sol de medio día, en la más ardiente canícula…

Allá en Los Andes aprendí de ella a escuchar en silencio el crecimiento del cáñamo y la espiga…, o bien la fragorosa correntada del Aconcagua. En Río Blanco, el diálogo “’del pez y la estrella” … El escuchar los tumbos del viento en los primeros contrafuertes de la cordillera, En Coquimbito saber sobre la casa la sombra de la mano de la Virgen de la Colina veladora del pueblo y el esperar cada tarde el regreso de los pájaros hacia el álamo del huerto.

En Los Andes marcó su vida con los primeros episodios del “país donde no se perdía”. Consolidó amistades: Don Pedro Aguirre Cerda y Doña Juanita, a quienes después dedicara Desolación y el grupo selecto de sus alumnos.

Inició una correspondencia de generosa divulgación de lo nuestro y a lo largo del tiempo de proyección universal que ha sido como un “halo” que ha envuelto a Chille en resplandor. Colaboró con sus primeros poemas escolares. Escribió Los “Sonetos de La muerte” que marcan un momento estelar en la historia del alma de la patria y casi todos los más quemantes poemas de su obra.

En Los Andes debe haber quedado la sombra de su plenitud física, como quedó su perfil iluminado cada tarde en la montaña…

 

PUNTA ARENAS

(1918-1919). Partí acompañándola a Punta Arenas, la ciudad más austral del mundo y, acaso, la más civilizada de Chile. Allí vivió Gabriela dos años trabajando intensamente en su colegio y en toda obra de bien social. La región entera conoció entonces su personal contribución, no solamente de tipo cultural-intelectual, sino que también quedó de relieve su abnegación y constancia en su labor. Las cárceles, los hospitales, comités de ayuda. Para el problema central de años: la descalcificación de los niños, que creaba en los suburbios la visión de un pequeño mundo dantesco, tenía su palabra, su tiempo, sus libros y hasta parte de su sueldo. Especialmente eficaz fue su persistente y pedigüeña acción intermediaria ante la sorda actitud de los poderes Centrales…

“Donde haya que plantar un árbol plántalo tú” —les decía a las juventudes— y en Magallanes no fueron solamente frases, porque pese a los agoreros pesimistas y al sufrimiento que le producía el frío salía con su colegio y por sus manos plantó árboles que hoy se alzan espléndidos después de 41 años, en la Avda. Colón y en la plaza de Punta Arenas. Allá en el vértice de la soledad tuvo, también, la pena de ver su radiante naturaleza constreñida entre el frío glacial y el fuego de das chimeneas del Liceo.

En la eterna semioscuridad del invierno polar, en la mortecina luz del largo día de la media estación, frente al “Estrecho de Magallanes” o en los arrebolados cielos con sol a media noche en el verano, se entregaba a su alma, cristalizada en los de Desolación y, también, a superar sus conocimientos.

En un 7 de abril, creo que, en 1919, salí para traerle mi presente de cumpleaños. Un librero tenía 40 libretas iguales, de tapas firmes y flexibles, como le gustaban. Se las llevé y nunca la vi más contenta de un obsequio. Por la noche ya estaban todas destinadas y muy pronto llenas hasta su última página con interesantes anotaciones tituladas: “Los ríos de Chile”, “Los pájaros de Chile”, “Las mariposas”, “El folklore”, “Yerbas medicinales”, “Los hebreos”, “Voces indígenas”, “inglés”, “francés”, etc., etc. Algunas conservo aún y se sumarán a la donación que preparo para la Universidad de Chile.

 

TEMUCO

En 1920, fue Gabriela designada para reorganizar y dirigir el Liceo de Niñas de Temuco, que llevaba años en reiterados disturbios. Desde aquella ciudad central de la frontera, corazón de la Araucanía, en que el telón de fondo casi siempre es la lluvia, viajamos en cada ocasión posible por toda la región conviviendo con sus gentes y costumbres, compartiendo penas y problemas y el espectáculo a veces grandioso y dramático de los inmensos incendios permanentes, debidos a la carencia de protección de nuestros bosques.

Hicimos una maravillosa y detenida navegación por el río Imperial y una estada de días en Puerto Saavedra y Lago Budi, huéspedes del poeta Augusto Winter. Las sombras de las pasajeras nubes sobre el oleaje de los trigales fueron material para sus primeras “rondas”. En los días de sol solíamos ir a reductos indígenas o al caserío de “Padre Las Casas”. Una tarde de ésas al regresar por una calle sórdida y tras de oír una expresión soez de un hombre para una mujer grávida que estaba en la puerta de su casa, entre alterada y confusa, Gabriela escribió “Los poemas de la madre”.

Otro día y a raíz de los sucesos del memorable año 20, en calidad de estudiante perseguido nos llegó como huésped J. Santos González Vera, santo muy de nuestra devoción.

Y al final, como para rubricar esta etapa del sur, fue el conocimiento, con un decidido y perdurable afecto, del adolescente de entonces: Pablo Neruda. Gabriela dijo de él al poco tiempo: “Chile le debe un favor extraordinario. En “Residencia en la Tierra” hace estallar unas tremendas levaduras chilenas que nos aseguran un porvenir poético ancho y feraz” … y Pablo 36 años más tarde Saludándola en carta abierta le dice: “y para siempre yo reverencio su vida y su poesía”. Y ambos formaron una amarra, una simbólica alianza: “Geografía y alma de Chile”, creciendo para siempre sobre el mundo, como un gran canto a dos voces...

 

MEXICO

Después de siete años de profesora en el Liceo de Los Andes y de haber reorganizado y dirigido con todo éxito los de Punta Arenas y Temuco, se hizo cargo del Liceo N.º 6 de Santiago, en medio de una campaña desmoralizadora en su contra por su falta de título universitario, hostilidad que estaba haciéndole madurar la idea de emigrar de Chile. …En esas circunstancias llegó la invitación oficial del gobierno de México, la cual hizo noticia continental y permanente ya que ese país significó en su persona el más alto homenaje de fraternidad a Chile.

Contar los actos que en su honor y servicio se le hicieron a Gabriela Mistral con caracteres de acontecimiento, llenos de conmovedores detalles, sería inacabable. Apuntamos, sí: se le invitó a ella y a una secretaria con todos los gastos pagados; se le instaló una casa-vergel; su arribo fue una apoteosis sin precedentes en México. Simbólicamente se le entregaban las llaves de las ciudades por donde pasaba. Se edificó y puso su nombre a una Escuela-Hogar e igualmente a la más grande y moderna Escuela Primaria. Se designó con su nombre a infinitos otros planteles, calles, bibliotecas, centros culturales, etc. Se le erigió una estatua. Homenajes y finezas ininterrumpidas a lo largo y parejo de dos años a los que se extendió la invitación que originariamente era de seis meses.

Se le fijó una renta mensual en oro para hacer la labor que ella quisiera, la que se le prolongó en Europa, en iguales condiciones.

En cuanto a mí, que fui de secretaria, y Amantina Ruiz que también fue con nosotras, mis servicios sobraron, porque se puso a su disposición para servirla en ese cargo a la maestra más capacitada de la Universidad, la Srta. Palma Guillén, y a un equipo de taquígrafas y dactilógrafas. Yo entonces solicité, y obtuve, trabajar en el “Servicio de Misioneros de Cultura Indígena” lo que me permitió recorrer gran parte de la tierra mexicana.

Ahora, sólo quiero recordar una anécdota de Gabriela, muy suya, y también reproducir algunos conceptos de la carta del ministro Vasconcelos, en que a nombre del Gobierno de México le hace la trascendental invitación. Todo esto aconteció en los años 1922 y 1923.

Asistíamos a un Congreso de Campesinos. En el anfiteatro del inmenso salón de actos de la Universidad, había unos mil hombres, delegados de toda la tierra mexicana. Gabriela había ido a condición de permanecer de incógnito, pero de pronto, alguien la descubre y lo hace saber a la asamblea, la que le pide pasar a presidir el acto. Aquello provocó una conmoción. Gabriela inútilmente se excusó y trató de convencerlos que había acudido allí porque era ella la interesada en sus problemas, que la campesinería era su dicha y su costumbre, y que, sus versos allí estaban de más… Nada pudo ella contra la mexicana euforia y el vehemente deseo de oírla. De pronto una voz sobrepasa a todo, con una expresión que más o menos decía: -yo quiero darte un abrazo a esa linda señora-… Gabriela se dirigió a lo alto de la galería desde donde había venido el grito e hizo un ademán aceptando aquel abrazo… Mientras el “peladito” aludido empezó a descender intrépido y feliz, la batahola se hacía indescriptible: pullas, bromas, sombreros al aire, rechiflas al aludido, etc. … Gabriela y todos los de la mesa directiva empezaron a sentirse incómodos Finalmente, el hombre llegó al plan, pero al enfrentarse a Gabriela se anonadó. El griterío amainaba y todo iba volviéndose expectación y silencio. De pronto vimos que al hombre se le dobló una rodilla y Gabriela acercándose más, tomó entre las suyas, luminosas, las manos oscuras, como raíces, del campesino, peón de la tierra y se las besó… con una unción, una actitud tan reverente que nadie dejó de sentir su profundo sentido simbólico y nadie quedó en la sala sin los ojos húmedos…

 

CARTA DEL MINISTRO DE EDUCACION

DON JOSE VASCONCELOS

“En México ninguna mujer es más querida y admirada que Ud.”

“Usted es un resplandor vivo que descubre a las almas sus secretos y a los pueblos sus destinos. Así, no la concebimos como una gloria de cenáculo sino como una presencia que borra todo recuerdo extraño…

“Si yo siguiera diciéndole todo lo que México siente y todo lo que espera de Ud. no terminaría nunca. Ud. misma va a mirar muchas cosas que tal vez nosotros no hemos visto y Ud. no se sentirá cohibida para decirnos su pensamiento, porque por encima de sus sentimientos, de su cortesía, están sus deberes de maestra que dice la verdad conforme a su limpio corazón”.

 

SU FISICO

A partir de ‘los 20 años maduraba en la forma en que ‘la hemos esbozado. Su físico también se había resuelto de un modo que aparentaba mucha más edad que la real.

Desde que había sido maestra de campesinos parecía haberse mimetizado con ellos... Los vientos y soles broncearon su tez y con su desmedido gusto por las frutas y los manjares azucarados que le seguían por el mundo en forma de pequeñas encomiendas desde su valle de Elqui, la habían hecho perder su línea peligrosamente. Por suerte los viajes y sus afanes la rectificaron.

Se dijo y se creyó por muchos que Gabriela era una mujer fea y es posible que, de buena fe, sin observarlo dos veces, se hubiera creído. A ella misma costaba sacárselo de su prodigiosa cabeza…

Ya dije que era ingenua y modesta en la apreciación de su propio valer y, a este propósito, voy a recordar una anécdota: Un día del año 1925, muy de mañana, regresando de Europa, recalábamos en Montevideo. Impacientes estábamos las primeras sobre la baranda, y a medida que nos acercábamos distinguíase mejor una enorme multitud de niños de blanco con banderitas... Mirábamos en silencio, hasta que Gabriela me dijo: ¿A quién espera todo ese mundo de lindos niños?... y, “mira, esa otra gente.” Ya empezaba la faena de atracar al muelle. Las banderitas eran uruguayas y chilenas, y otra vez Gabriela: “¿No sabes tú?” Y miraba buscando entre los otros pasajeros que iban apareciendo en cubierta a la novedad. La miré y le dije: “Si no adivina me paga albricias…”, pero como tardaba en comprender y viendo la necesidad de que se preparara para lo que veía yo venir, le dije: “Pero mamita, ¿no se da cuenta que es a Ud. a quien esperan?’ Se puso intensamente pálida y a grandes pasos bajó a encerrarse en un camarote del cual no salió hasta que pudimos convencerla que estaba equivocada de refugio… Luego debió hacer frente al inmenso y entusiasta homenaje de los niños, maestros, sociedades, organizaciones de mujeres, etc., y finalmente aceptar un banquete que le ofreciera la intelectualidad del Uruguay...

Al bajar las escaleras y tocar tierra, pasando por entre un gran número de damas aderezadas lujosamente, sin saber que yo iba con ella, oí que decían a media voz: “Mira, es fea”, “y que mal vestida”, etc.... Confieso que las tales expresiones me molestaron en lo vivo, y de inmediato supe lo que tenía que hacer… Regresé rápidamente al camarote sacan do algunas prendas que a porfía le habíamos hecho adquirir en Europa y casi con imprudencia logré apartarla del grupo, que aún la cumplimentaba, hacia un sitio apropiado para que se pusiera unas zapatillas y un “tapado” de seda opaca color castaño, como su cabello de entonces y en su cara un toque de polvos... y ni pensar en más y partió, pues ya la esperaba en el inmenso comedor una muchedumbre abriéndole paso.

Entra, y ahora es la exclamación al revés. A media voz y unánime: ¡Qué figura! ¡Qué elegante! ¡Qué hermosa! Y sólo había sido cuestión de 10 minutos y de ponerse algún trapo adecuado... Y se acabaron las señoras con sus pacientes toilettes... Era Gabriela, con su aire incomparable, su paso liviano y resuelto como que venía del mar… Centelleaban sus grandes ojos verdes como jades incrustados, la sonrisa ancha sobre su dentadura alba y poderosa que alumbraba su rostro... y el ademán de sus divinas manos.

Es que ella tenía la ‘’materia” en su estampa magnífica, en su aire de majestad tan natural.

Recordemos lo que se dijo desde Estocolmo (trasmitido por los cables a la prensa y radio de todo el mundo) en el acto de la entrega del Premio Nobel, por el monarca Gustavo de Suecia: “Y Gabriela Mistral de Chile, parecía una reina en cada pulgada de su figura…”

 

RESENTIMIENTOS

Siempre que se habla de Gabriela, se dice que no ha disimulado su incomprensible amargura y su resentimiento injustificado con Chile. No es que yo pretenda salir en defensa de una causa que no la necesita. Pero ambiciono aclarar algunos puntos: No era Gabriela criatura para disimular nada. Decía lo que pensaba. No sabía ni de doblez ni de política. Era ingenua y humilde en la estimación de su propio valer. Cada vez que se encontró con gente lista tuvo conflictos, los que afrontó con detrimento de su paz interior.

Era artista y maestra, por lo tanto, su sensibilidad mayor, sintió más la obligación de decir su verdad.

Conocía su mundo y le dolía; no sólo en lo personal, el modo nuestro, chileno, de despreciar o matar nuestros valimientos: riquezas, talentos, salud. Su caso estaba entre ellos.

No quisiera entristecer a nadie ni menos ensombrecer su recuerdo, pero creo que, para saber de ella, poder juzgarla humanamente y aprender a estimarla en su verdadera dimensión, no podemos esquivar los hechos excepcionales y por demás dolorosos que determinaron actitudes y conceptos que se creen incomprensibles o que se conocen deformados en su interpretación.

Mucho, sucedió tal vez, por destino, pero más por nuestra idiosincrasia colectiva que ojalá cambiemos en su memoria, para felicidad y provecho de nuestra alma y patrimonio nacional...

El conocimiento de algunos hechos inéditos sufridos por esa criatura nuestra desde sus primeros años y a lo largo de su vida, nos hará reflexionar, justipreciarla y comparar con lo que llamamos nuestras tragedias, que a veces tanto nos desmoralizan…

Tenemos que admitir que pocos sufrieron de tanta incomprensión, tanta ingratitud y falta material de todo orden. Acaso nadie como ella, de tanta ofensa, desgracias, soledad y frustración.

Voy a atreverme sólo a escalonar algunos hechos comprobables, dejando a la sensibilidad receptiva del lector el apreciar sus proporciones.

Si tocáramos el punto de la influencia prenatal tendríamos un campo psíquico formidable. Pero, partiremos desde los tres años de edad en que ya empieza sus pruebas de fuego… Su padre, de quien era entrañablemente querida, abandona el hogar para siempre. ”A los siete años tiene un choque físico y moral que no es posible describir en pocas líneas”.

A los nueve, habiendo sido enviada por su hermana desde Monte Grande a una escuela superior para que prosiguiera sus estudios, a poco, y a causa de un tremendo mal entendido fue castigada por los profesores ejemplarizadoramente y vejada por las niñas en forma ignominiosa. Y, aunque después todo se aclaró en forma satisfactoria y se rindieran las excusas del caso, nunca se libró Gabriela de la lesión moral de tal error e injusticia, por parte de sus maestros, ni del recuerdo con estupor de que sus compañeras, a sabiendas de que provocaron ellas el equívoco, ¡¡¡¡la afrentaran en la calle con los gritos de ladrona!!!  y la apedrearan hasta dejarla exhausta y con la cabeza ensangrentada. Este incidente fue durante su vida, llaga en su memoria. A los doce años, insistiendo en el deseo de educarla, su madre la llevó a La Serena. Empezaban a aplicarse los “test”. Quiso la mala suerte que el suyo se interpretara como de incapacidad absoluta para todo estudio… y con este comprobante la devolvieron a su desolada madre.

Hacia los quince años, otra vez con renovadas esperanzas, con exhaustivos estudios autodidactos y solamente revisados por su hermana que no siempre estaba cerca, con las pruebas de ellos ya rendidas satisfactoriamente en la escuela y su ajuar listo, se queda sin admisión en la Escuela Normal de La Serena y sin saber la verdadera causa del rechazo. Tiempo después tuvo conocimiento que, a un sacerdote muy influyente, no le habían hecho gracia unos versos suyos aparecidos en un periódico local…

Poco más tarde alguien le consiguió un empleo de escribiente en el Liceo de la misma ciudad. Un día la directora la dejó a cargo de unas matrículas. Gabriela inscribe como alumnas a unas niñas que traían sus requisitos de estudios en regla, pero, que eran tan pobres como ella… La Jefa se indignó y como Gabriela se atreviera a defender su punto de vista, se fue a la calle, esta vez por subversiva... Y es por eso que ella exclamaba después, con dejo triste: “Ah, yo me conozco muy bien eso de la echada”…

Desde La Serena debió, pues, irse con su madre a trabajar a la escuela de un fundo, con niños en el día y peones en la noche y éste es el momento en que empieza a afrontar las responsabilidades que ya nunca abandona: su sustento y el de su madre.

Entre la época de este empleo y el de la Escuela Pública de La Cantera, conoce al que fuera su gran amor: Romelio Ureta, quien luego se suicida.

Y hasta aquí no hemos contado aún los veinte años de su vida.

A partir de ellos, en 1910, debe rendir una prueba muy seria: un examen de competencia en la Escuela Normal N.º 1 de Santiago y salir distinguida si no quería irse de nuevo a la calle... Con los antecedentes que ya hemos anotado, esto le representaba un shock indudable y ello se habría consumado, de no ser por esa educadora admirable que fue doña Brígida Walker, directora del plantel.

Gabriela, además que era tímida en exceso, estaba la víspera en un estado tal, que antes del examen se escapó a la Quinta Normal desde donde fueron a traerla dos amigos que la acompañaban, Doña Fidelia Valdés y Víctor Domingo Silva.

La Sra. Walker, al enterarse del caso y de que esa niña hacía versos, trató de tranquilizarla animándola, y de pronto le dijo que, si le parecía, podía rendir su primera prueba en un poema… Gabriela así lo hizo y en forma tan hermosa y con tanta justeza en sus conocimientos que la directora se interesó vivamente por ella, no abandonándola ya hasta constatar el éxito de todos sus exámenes.

Gabriela le guardó toda su vida gratitud y el recordarla le fue siempre reconfortante. Le dedicó el poema “La encina” que aparece en Desolación y que en esencia dice: 

Noble encina,

déjame que te bese en tronco llagado,

que con la diestra en alto, tu macizo sagrado

largamente bendiga, como hechura divina!

 

Si a partir de los veinte años de Gabriela englobamos su vida pública por otros veinte, aparte de su primer éxito literario en los Juegos Florales de 1914, y de su viaje a México, nos encontramos con otra sucesión de amarguras y persecuciones.

Un señor se compró hacia 1917 la revista “Sucesos” y desde ella, sistemáticamente, la insultó durante seis meses.

Un escritor nuestro publicó un libro de críticas descomedidas sobre ella, el que no faltaba nunca en las Cancillerías o Embajadas de Chile…

Aun cuando era época de reajustes y de ponerse al día en asuntos de títulos y capacidades, se le hizo víctima inmoderadamente, en especial cuando, tras de demostrar sus eficientes servicios en las zonas australes, se le dio el Liceo N.º 6 de Santiago. Si se le trajo de Punta Arenas, en donde tanto padeciera por su riguroso clima, fue, más bien, a causa de un artículo muy difundido del historiador y escritor mexicano residente en Madrid, Don Carlos Pereira, en que hablando de toda América, por zonas, al llegar al extremo sur decía: en este rincón del mundo tienen los chilenos a Gabriela Mistral” …

Cuando el Gobierno de México, en 1922, la invitó a su país, en la forma que ya lo hemos descrito, el honorable don Luis Emilio Recabarren, informado de que ella no disponía en absoluto de dinero para sus gastos personales, y que, México pagaría todo, hizo en la Cámara la indicación de que se le diera la suma de $ 5.000, Idea que sólo obtuvo sonrisas e ironías... Sin embargo, en la misma sesión se aprobaron dos comisiones para militares a Europa y cada personaje llevaba su familia, servidumbre, etc. Todo a cargo fiscal.

Mientras México hizo la más transcendental “Reforma Educacional” con su colaboración, en Chile jamás se la requirió oficialmente para nada de la enseñanza, aun cuando, desde entonces, haya sido incesante la sucesión de comisiones de estudios, de observación, de becas que los sucesivos Gobiernos han enviado hasta aquel país.

Cuando el ministro de Educación de México, Don José Vasconcelos (mientras Gabriela estaba en su país, él vino a Chile) visitó a un ex presidente, éste le dijo: ¿Para qué invitaron Uds. a la Mistral habiendo aquí tantas mujeres más interesantes que ella? Vasconcelos puso un cable que, entonces, allá no comprendimos y que decía: “Más que nunca convencido de que lo mejor de Chile, ahora está en México”.

En una época aciaga para ella, le suspendieron por seis años el dinero de su jubilación de maestra, lo que le hacía contar: “Estoy obligada a escribir una barbaridad de artículos gacetilla para poder mantenerme”.

Y a qué recordar la vergüenza de su postergación en Literatura.

La sordera y ceguera de quienes la molestaban con anónimos, por ejemplo: “De que sus canciones de cuna no las entendían ni los niños” cuando ella había dicho y repetido “La voz, la música, el arrullo son para el niño, la palabra y su contenido para la madre”

Para rubricar esta época, en lo sentimental: muere su madre, su hermana Emelina, su sobrina y lo que hubiera sido una justa alegría, el Premio Nobel, estaba ensombrecido por la muerte misteriosa de su adorado sobrino Yin-Yin, último ser de su familia.

En su carrera Consular siempre tuvo puestos subalternos. Siempre fue Cónsul de 2ª clase, aun cuando tenía el título de “A Elección”. Y ella decía una vez en una carta: “Me ha llamado la atención el jefe, analfabeto, tres veces ministro” ...

Desde el mismo terreno siempre defendió que un tal cargo no excluía el pensamiento de quien lo ocupara. Se desataba en furor y respondía explosivamente, en especial, cuando oía una ofensa para alguien o alguno de los países sudamericanos.

Su memorable incidente con los españoles partió de un gran dolor suyo a causa de un incidente de trascendencia. En una comida de intelectuales, en Madrid, a la cual fue invitada, hubo un discurso “muy especialmente endilgado a mí”. Cuenta que, de pronto, oye que se está diciendo, que ella ha agradecido o alabado siempre el que los españoles conquistadores de América, mezclaran su sangre a la aborigen y “lo que sucede es que esta señora no sabe que, si los españoles tomaron indias, fue porque allá no había monas”.

El impacto fue terrible. Gabriela pretendió contestar, pero las risas, aplausos, comentarios, etc., y lo insólito de lo que oía no se lo permitió. Fuera de sí, levantándose, se fue a interpelar a Don Miguel de Unamuno, exponiéndole lo ocurrido y apelando a él como, a más puro de la conciencia de España y, Don Miguel de Unamuno se plegó a su detractor. Gabriela, entonces, completamente anonadada le argumenta en favor del número de los indígenas y mestizos y él exclamó: “¡Que mueran!”

Ella, que era hispanófila, se guardó, por años, esta amargura, decía que desde entonces le pareció habérsele cortado de España el cordón umbilical…

A propósito de la deslealtad de publicarle, en una revista, una carta privada, sustraída a su amigo Armando Donoso, en la que expresaba algunos duros conceptos de las postrimerías de la Dictadura de Primo de Rivera, sufrió persecuciones, insultos y groserías infinitas, sin que le fuera dado explicar ni defenderse. Los españoles, padres de la crítica, no tomaron en cuenta una veintena de artículos de adhesión a España y llegaron hasta apedrear el edificio de “El Mercurio”, por tenerla de colaboradora...

 

UNIVERSIDAD

Justo es decir que la Universidad limpió nuestra frente en el caso de Gabriela, si recordamos que ya en 1926, por acuerdo unánime, en vista de sus dificultades de una parte, y de su sobresaliente preparación, su cultura general y sus brillantes actuaciones internacionales por otras, se le concedió el título correspondiente para desempeñarse —sin sobresaltos— como directora de su Liceo N.º 6, gracia que ella no usó por estar ya avanzado su expediente de jubilación.

En su último viaje, en el solemne acto en que la Universidad de Chile ungió a Gabriela Mistral, “Doctora Honoris Causa” y en que se le expresaron conceptos humanísticos sublimes, ella respondió con su insobornable sencillez campesina, pidiendo solamente por los desheredados de la cultura…

La Universidad valorizó altamente su mínima actitud, la que tuvo más eco en el Alma Mater que un discurso académico.

Por eso, antes de entregarla a la Majestad de la Tierra, puso su cuerpo junto a su pueblo, el que por tres días y noches fue fijándolo en el ensueño de su alma y la despidió, en voz de su Rector, con el más alto título, el más puro, el de Doctora Angélica.

Extenuante sería seguirla en los sucesos ingratos y por demás dolorosos. Nunca lo hubiéramos intentado sin las grandes razones ya expresadas.

La que no sólo fue una mujer de Letras, de sueños o de planes; la que, como dijo Benjamín Carrión, “Ella representa 40 años en la historia de la conciencia y de la sensibilidad de Hispano América”. Y el director de la “Academia Franciscana” al entregarle el Premio de las Américas en 1950: “Gabriela Mistral, de Chile, universalmente considerada como portavoz de las culturas autóctonas de Hispano América”, etc.

Esta es la criatura nuestra. Aquello que decía: “No tengo pasta de luchado ra”, sólo era en lo personal. En cambio, supo vencer en la adversidad y darnos una obra y una enseñanza que ya la está viviendo la Patria, agradecida; estupenda e inmensa labor en todos los tópicos humanos, clamando al maestro, al artista, al periodista, al industrial. En cientos de mensajes y recados está todo el Universo, desde las piedras eternas de la Catedral de Chartres, a las inefables flores de Inés Puyó.

Frente a ella nadie podía estar espiritualmente inactivo. Inmensamente generosa: daba sus libros, su dinero, sus vestidos, sus consejos, siempre llenos de quemante sabiduría. Todo el que la conoció recibió algo suyo. Sabía dar.

Pensemos por un momento en la hazaña de prepararse sola y todo lo que hizo para lo que otros con su solo título: Soportar indecibles sacrificios, rigores de climas, “revelando la dimensión del Magisterio”.

Ella hacía la labor al tiempo que predicaba. Vivió en combate por la belleza y la esperanza y era que, consecuente a su conducta, sacaba aliento para todos. La que, en fin, como maestra hizo su vida conforme a sus palabras:

Sé fervoroso. Para encender lámparas hay que llevar fuego en el corazón.

Simplifica; Saber es simplificar sin restar esencia.

Si no puedes amar mucho no enseñes niños.

Piensa en que Dios te ha puesto a crear el mundo de mañana.

 

FIN

 

Ver su reciedumbre mental y física en regresión fue dolor con instintiva rebeldía ante lo fatal. Ella era como un gran río caudaloso de mil brazos e iba como anegándose en cada uno... O como nave de mar o de catedral antigua cargada de frutos o de preces para todos los necesitados.

Ahora, su voz se adentró en la raíz de la tierra y su corazón aventado en el espacio conformándose a la forma de otro corazón, el de la América nuestra. Nuestra patria, la de la infancia, la que   todos llevamos dentro hasta el último día… Nuestra tierra y con ella todo el Continente Americano, presentes y ausentes, nativos y extraños. Todo el que ha tenido en su oído o en su corazón la palabra Chile, también, creó vínculo con el nombre de Gabriela.

Hasta en los más lejanos y remotos pueblos se ha reverenciado su nombre. A todo el que trabó esta amistad le será acontecimiento memorable. En el alba del 7 de abril de 1889, en Vicuña, Elqui, en uno de los valles más luminosos de la tierra nació la niña Lucila de María, después Gabriela Mistral y que, transcurridos casi 67 años de su milagrosa existencia, en otro amanecer, en el 9 de enero de 1957, mientras caía la nieve, en un lejano pueblo extranjero, se apagó su vida.

La hemos llorado y con nosotros todo el Continente Americano, con llanto de raíz común.

Quiso quedar en su Monte Grande, así lo expresó hasta el último a Doris Dana, su gran compañera de los últimos años, en su tierra soleada, tal vez, porque decía: “Allá en mi valle cuando Dios nos mira, nos ve más clara e indistintamente recortados como los nopales, en su luz rotunda...”

Como en su vida y más allá de ella su destino fue servir. Asida a nuestra bandera, con el ala rota, pasó como un gran signo por los cielos de América, como si la mano de Dios le ayudara a escribir en ellos su postrer recado, y como para que no olvidemos que somos el Continente del siempre Común Destino.

Ha sido a lo largo de Chile la tristeza de sentir su magnificente materia conformada a lo impalpable y la tristeza de sentirnos huérfanos de su gesto familiar y generoso, de su luminosa sonrisa ya para siempre dormida tras del muro.

Su partida ha golpeado nuestra fibra más entrañable porque el dolor de su pérdida nos ha revelado un hecho que no entendíamos del todo: el acontecer de su vida era como la existencia de una madre y una hija para cada chileno Memorable debe ser nuestra gratitud porque esa criatura nacida en un repliegue de nuestra montaña nos ha llenado de dignidad ante el mundo.

Por todo lo que fue y por todo lo que hizo su existencia y su memoria serán ya para siempre recuerdo y presencia. Presencia y recuerdo suyo en nuestra bandera batida en el viento. Presencia y ternura suya en lo grande y en lo mínimo, en la imagen de toda infancia, en la entraña de toda madre…

El pájaro indefenso, la flor del espino, la caña sumergida y el villanito errante tuvieron largamente su mirada…

Todo en ella ha sido, para nosotros, como un gesto de la mano de Dios que nos la dio como la hebra del mundo que da la madre... Y su silencio de ahora es sólo como el de la entraña que guarda la semilla…

No quedándole un deudo suyo, familiar, sobre la tierra, su recuerdo, su ejemplo y su semblante, por siempre de talla heroica, es de todos los chilenos.

Pongamos un laurel sobre su frente, porque ella dio más humanidad a nuestra raza y un nuevo fulgor a la “Estrella de Chile”.