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martes, 1 de mayo de 2018

Gabriela Mistral: EL SENTIDO DE LA PROFESIÓN




27 de mayo de 1931.


Discurso pronunciado por Gabriela Mistral en la Colación de Grados de la Universidad de Puerto Rico.

La noble Universidad de Puerto Rico ha querido ceder su palabra en este acto de graduación a un extranjero y por añadidura a una mujer: doble generosidad suya y doble deuda mía a que tengo que corresponder. Para olvidar mi extranjería me ayuda la memoria inmediata de Eugenio María de Hostos, un hombre de Puerto Rico, más un educador de Chile. Mi condición de mujer no tengo ninguna gana de olvidarla. Donde va un grupo de hombres a recibir honra colectiva y algún encargo para la vida, siempre está la mujer diciendo su admiración que le es fácil sentir y expresar, porque ella nació para admirar al hombre. Pero esta alabadora tiene el derecho de dar algunas veces a su alabanza el sabor agridulce de la crítica y de la imposición de obligaciones, porque también ella nació como una guardiana de la vida y como una socia natural de todos los negocios vitales.
Algunos de ustedes me conocerán cierta vieja ternura hacia los países pequeños que tengo dicha respecto de la Bélgica y de la Costa Rica ejemplares. Me gustan no sólo por ser yo hija de pequeño país, sino porque creo en las instituciones a base de calor humano y del frotamiento diario de las voluntades. Creo además en ese tipo de perfección que son las resinas en la botánica y las conchas de mar en la oceanografía, intensas unas y las otras en cuanto a bien labradas y perfectas en cuanto a menudas. Puerto Rico entra en mi conocimiento y en mi aprecio de la mano con aquellos tres países queridos
Yo agradezco a esta noble Universidad el que saliendo yo de mí trabajo universitario de Estados Unidos me permita hablar y servir a la raza mía, aunque sea de paso antes de mi regreso a Europa.
Amigos, ustedes saben cómo remueve las entrañas volver a escuchar la lengua propia, y qué faena dulce como bañada en la leche materna es la de pensar para su propia carne, cuando se ama bien la propia carne. Debo, pues, a ustedes desde la pisada en tierra latinoamericana hasta este espacio de aire en que respiran, gentes que son de mi casta, de ideología y, de mis gestos. Las Antillas constituyen gentes que son de mi casta, de mi ideología y de mis gestos. Las Antillas constituyen ese cuerpo místico que forma una cultura común.
La ceremonia de este día amigos graduados, es más una confirmación que un bautismo; la confirmación pública de la avocación humanística recibida hace seis años. Mucho más importante que el presente fue aquel acto íntimo, desarrollado sin fiesta, en el que ustedes decidieron verticalmente de la profesión o el oficio que adoptaban. Solemne de veras les parecerá a ustedes más tarde aquel día, igual todos, en apariencia, cuando respondieron al Maestro de los Oficios con el santo apelativo profesional: "ingeniero, médico, químico, profesor y abogado".
Las fiestas sacramentales del tiempo moderno son estas de la decisión vocacional y van adquiriendo más y más trascendencia. El sacro se retira poco a poco de otras fajas de la vida y viene a caer sobre la profesión o el oficio del individuo. Examinen ustedes con ojillo minucioso y jerarquicen los actos civiles. El matrimonio, que significaba una ceremonia terriblemente sería cuándo contenía la indisolubilidad del vínculo ha tomado en el mundo moderno no sé qué aire de estación de la vida, y hasta de temporada playera; las funciones políticas, que en los pueblos latinos del sur hacen todavía la calentura de la juventud se han abajado y desteñido en los pueblos sajones donde la economía reemplaza la política.
Por el contrario, la ocupación humana especializada, el menester profesional, la función intelectual o manual que hace vivir y que da de vivir, han crecido enormemente como indicadoras del rango del individuo.
Y es que tal vez, mis amigos, la única cosa importante es este mundo sea, bien mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester. Me parece muy probable que la sola exigencia que debamos hacemos a nosotros mismos y la sola que deban los demás hacer pesar sobre nosotros, sea ésta del desempeño cumplido y leal de nuestra profesión.
Iría yo bastante más lejos todavía para asegurar a estos mozos de estación florida, que el oficio es cosa superiorísima al amor y aun al más sólido bloque de amor. Suelo mirar la profesión sin ajadura, sin ningún estropeo de la costumbre, más, bellamente bruñida mientras más vieja, verdadera Raquel y Lía a la que embellece cada hijo nuevo en tanto que el cuadro de la pasión amorosa suelo verle tan estropeado del uso, tan ensuciado por las pecas cotidianas del hábito que entristece mirarle el metal innoble que el tiempo rebaja de precio y envilece.
Tiene muchos visos de verdad una afirmación; anónima en mi memoria, y que yo leí hace años. Aseguraba ella que todo el desorden del mundo viene de los oficios y de las profesiones malas mediocremente servidas. Me dejó la frase rotunda perpleja en un comienzo y después dudando, como se duda siempre de los juicios simplistas.
Así, pues, pensaba yo: ¿no hay otra fuente que esa, de mal colectivo? ¿No existe al lado de ese daño un desquiciamiento, espiritual del mundo? ¿No hay problemas sociales de orden económico que causan la desgracia común?
He visto muchas cosas más tarde, por aquello de que ve bastante el que camina, por distraído que sea y he conocido la cara de casi todas las crisis en varios pueblos, dándome cuenta al final de que el asiento geológico de los males más diversos era el anotado: los oficios y las profesiones descuidadamente servidos. Político mediocre, educador mediocre, médico mediocre, sacerdote mediocre, artesano mediocre, esas son nuestras calamidades verdaderas.
Religión, moral, economía, pedagogía, forman solamente un cortejo ilusorio de la única realidad constituida por el oficio; todo aquello es, si ustedes quieren, un coro anecdótico de tragedia griega que recita con brillo pero que no puede eclipsar al Agamenón o al Prometeo esencial, que se llama el oficio o la profesión.
Con lo cual la, profesión se me ha vuelto a mí y quisiera que se les volviese a ustedes, la columna vertebral que nos mantiene la línea humana, la vertical del hombre, y lo demás se me ocurre ser carne servil y a veces muelle, o una decoración de gestos y sonrisas.
Conversaba yo una, vez con Ramiro de Maeztu sobre las diferencias que corren entre sajón y latino. Él me marcaba entre otras las siguiente que, al igual de la afirmación anterior, se me quedó hincada en la memoria por la gravedad que arrastra. El latino sería un hombre que suele desarrollar sus morales al margen de la profesión de que vive; el sajón sería casi siempre un hombre que trenza la moral adoptada con su oficio. Maeztu se puso a contarme como los obreros suizo-alemanes de relojería, por ejemplo; consideraban el reloj construido de su mano como una especie de testimonio personal, de rúbrica de su honradez y de piezas de su responsabilidad completa.
Verídica y terrible la observación. Nosotros conocemos tipos bastante opuestos al del relojero suizo. El abogado defensor de pleitos turbios suele pensar que su honorabilidad personal sufre poco o nada de sus defensas deshonestas; el médico torpe, por descuido en sus curaciones, duerme, come y vive tranquilamente, encima de su degradación profesional; el pedagogo que se consiente didáctico del 1800, estima que el no informarse y el sestear sobre pedagogía relevada, no tiene gran cosa que hacer con su probidad de hombre, y en nosotras las mujeres que concedemos importancia segundona a las cosas que no son el amor, este negocio anda más o menos lo mismo. Las excepciones agudas robustecen espantosamente la regla.
Mucho más que el hombre latino, que al cabo cuenta al sabio francés para salvar su déficit; es el latino americano quien, ha hecho una cortadura traicionera entre oficio y moral, entre función pública y conducta individual. Hasta tal punto sube entre nosotros esta falta, yendo desde la culpa al delito, que ya el grado universitario o el "título oficial dicen bastante poco, y son más bien aproximaciones que afirmaciones. Decimos "licenciado", y el substantivo de toda substantividad, no agrupa a nadie; decimos "químico", y el apelativo tan técnico no asegura ninguna técnica; decimos" ingeniero", y el jefe de una empresa de minas pedirá al candidato un noviciado de prueba antes de entregarle la dirección de laboreo.
De tal manera, hemos venido a parar en una especie de quiebra del crédito universitario en casi todas partes. Y la Universidad donde quiere que exista debe construir una institución de calidad pura, de apretada selección.
El mal ha abultado tanto que su evidencia pide una enmienda radical y rápida y como es natural la pide de los universitarios mismos que cuando son buenos padecen el daño acarreado por los malos. Se trata de reedificar un crédito caído de bruces y de ponerse a lustrar de nuevo esta noble chafalonía metida en herrumbré, del prestigio de los grados.
Yo me permitiría señalar semejante misión a los jóvenes de cuya graduación soy testigo, en cuanto a vieja amiga de la gente moza, y en cuanto a mujer entrañablemente interesada en esto de la grandeza y la decadencia profesional o gremial. Yo pediría a ustedes que mediten sobre este asunto que yo solo deje apuntado con una flecha indicadora, y que se decidan a comenzar una cruzada interior y exterior por la dignificación profesional. Digo interior, porque cada día creo más en que las reformas salen del tuétano del alma y asoman afuera firmes como el cuerno del testuz del toro, o bien se hacen en el exterior como cuernecillos falsos pegados con almidón. El primer tiempo será pensar la profesión lo mismo que un pacto firmado con Dios o con la ciencia, y que obliga terriblemente a nuestra alma, y después de ella, a nuestra honra mundana. El segundo tiempo será organizar las corporaciones o gremios profesionales, donde no existen, y donde ya se fundaron, depurarlos de corrupción y de pereza, vale decir, de relajamiento. El tercer tiempo, será obligar a la sociedad en que se vive, a que vuelva a dar una consideración primogénita a las profesiones que desdeña y rebaja.
La tercera grada sube blandamente desde las otras dos: a la larga siempre se respeta lo respetable, y se acaba por amar, lo que presta buen servicio.
El orgullo del título es hermoso y razonable como el de cualquier campeonato, y yo miro con gusto las caras radiantes de los jóvenes que han venido a recibir en un diploma una especie de nombre nobiliario.
Cada profesión es de hecho un linaje y saltar de la banca obscura a la platea asistida del reverbero justifica una complacencia, mucho más todavía en la juventud. El linaje de los profesores comienza si se quiere con Moisés, cae sobre Aristóteles el súper-didáctico, y sigue serpenteando hacia Rousseau, Pestalozzi y Froebel. El linaje médico, para no mentar sino una más, ha contado ayer a Pasteur y tiene aún a Dios gracias a Ramón y Cajal.
Pero es grave cuidado, como ustedes saben, la guarda de los linajes intelectuales, mucho más escabroso que la de los otros linajes. El peso de la honra que se trae consigo cualquier profesión, vieja o moderna, abruma de obligaciones porque abruma de mérito cumplido.
Amigos míos, es mi deseo que algunos de los nombres que van a pronunciarse en esta sala, entre en la categoría de las iniciales de su rama y vaya derecho a la familia de los patronos de su asignatura. Amigos míos, que yo haya tenido la dicha de ser la madrina ocasional de un químico, de un botánico o de un profesor fundamental de aquellos que nuestra raza raleada de hombres de ciencia necesita tanto. Amigos míos, que mis palabras de mujer que no ha buscado en este mundo sino ver el mérito del varón para acatarlo y mimarlo, caigan en algún espíritu de ustedes como un semillón rojo de ambición razonable y de sugerencia ayudadora. La tierra de Eugenio María de Hostos me consiente el que yo deje caer este augurio que parecería desorbitado en otra tierra ayuna de competencia.
FRANCIA trabaja. Ni menos que Bélgica, ni menos que Italia, ni menos que Suiza; un ritmo de trabajo común con el de estos países, que tienen el rubro de pueblos activos. Se dirá tal vez "menos laboriosa que Alemania o que los Estados Unidos". No, la misma suma de esfuerzo, pero con las industrias no estandarizadas y con un capitalismo mesurado que no alcanza las cifras astronómicas de los otros. Porque todavía existen en Francia la pequeña industria, y Dios se la aguarde, porque es cosa buena o con no sé qué he de cristiano en frente de la usina demoniaca de los trust.
Trabaja a Francia. El lugar común de una Francia de placer, derrotada en su economía por su índole gozadora es uno de esos afiches tontos que es necesario desteñir.
La clasificación de países virtuosos y de países de vicio que la guerra quiso hacer con sus manos de truhan, es una necedad de que hay que limpiarse. La desgracia económica de Francia tiene no una sino muchas causas y entre éstas no está a la indolencia.
La rectificación ha de empezarse con esto: Francia no es París; Paris es una especie de zona abandonada al extranjero. Y seguir con esto otro: la provincia francesa tiene tan limpia la costumbre, tan sobrio el goce y tan colmado de faena el día como la provincia de cualquier otro país.
Paris es una capital en que el francés se ha asumido voluntariamente relegándose a un tercer plano. Algo semejante al sistema también francés de casas de tres pisos, en las cuales la prudente propietaria alquila los dos primeros a ingleses que pagan bien y acomoda su vida a al restante. Por mucho que se hable de la inversión extranjera en Francia, nunca se dirá lo bastante:
Es una avalancha verdaderamente amazónica, con todo el desorden y la heterogeneidad violentada de materiales que lleva un río americano hacia el delta. No hay ciudad santa de las épocas místicas que haya hecho esta movilización elefantina de razas; no ha habido nunca otra ciudad de esas que D’Annunzio presenta magnéticas como mujeres, que levanten tal pasión de conocimiento; ni se hace en los pueblos otro acuerdo como éste, de elegir una misma zona común para el placer... Sí el frenesí va en aumento -y lleva a esas trazas- llegará un día en que París sea hotel en toda casa donde no sea museo, academia o banca...
El extranjero se mueve, naturalmente, con sus apetitos y su hábito, y viene a pedirle a la ciudad ajena su complacencia. De este modo, el extraño no sólo desplaza al dueño de la casa sino que le va echando a un lado su costumbre, su manera de espectáculo, de moda, de arquitectura.
Dos clamores de la prensa nacionalista: "¡El inglés está comparando toda la costa azul!" "¡El americano está envileciendo el teatro!"

Los dos clamores tienen razón.
La dulce tierra de Francia (que no es dulce sino en el mediodía) es grata al reúma mundial, sobre todo los pobres huesos sajones, cuyo único sol se levanta... en la India. Dulzura de las playas soleadas que quedan a doce horas de Calais; a sólo doce horas de la niebla viscosa y fea están el viñedo de oro y fresal suave de la Provenza. Es necesario perdonar la flaqueza sajona de que ha aprovechado de la libra a 250 francos para comprar en la costa clásica el pedazo de suelo con palmeras o plátanos dichosos.
Cosa más grave es la otra. La danza negra, la muy física, por no decir fisiológica danza negra, ocupa por temporadas enteras los teatros que París reservaba antes a su comedia, y, como complemento, la música negra, trampa en que ha caído el yanqui rubio, se oye en todas partes, invade lo mismo hoteles de los millonarios que bares infames.
"Son bárbaros -dice el francés- que no contentos de gustar semejantes ritmos en sus ciudades de búfalos, los plantean en nuestros boulevard y los pagan en el dólar como cosa suya".
"¡Josefina Baker, la negra, gana una noche lo que Bergson en un año y el balanceo sudoso de sus caderas hace gozar a estos cuákeros de Nueva York o estos sudamericanos... católicos!"
La xenofobia fabulosa de estos años en Francia ha sido acicateada por la prensa con frases peores todavía. Los auto-carros, pesados e insolentes, que cierran el tráfico en la Opera o en los italianos, ha han sido apedreados tanto por la baja del franco como por estas feas vilezas.
El turista vuelve a su tierra y, si es periodista, se vengará escribiendo cualquier necedad fácil sobre el vicio desaforado de Francia, donde todas las locuras tienen su sede, bien pagada y bien confortable.
No vio Francia, el infeliz; vio en el delta de los pueblos, con el hediondo limo de acarreo que hace montaña. Vio lo peor de lo suyo y de las otras razas.
Pudo mirar a Francia yendo con lentitud por la Provenza latinísima, por la Carcasonne romana, por la Tolosa española. Habría conocido la Francia que trabaja diez horas y que hace los paños en Lyon y los linos de Lille. Habría observado este francés que, aunque tenga sus cinco sentidos y medio de sensual, es económico y no duplica frenéticamente su goce, y que, sobre todo, es mesurado por su cultura vieja.

Gabriela Mistral