La Serena 10 de agosto de 1904.
Entre el ramaje del bosque,
resaltaba entre el verde de las hojas, el albo traje de una mujer. Sobre el
tronco de un árbol estaba sentada, y en su pálida frente sombreada por oscuros
rizos, se veía reflejarse claramente esos pesares que marchitan el alma para
siempre.
Era joven; sus ojos azules
semejaban un retazo de cielo, y al parecer se fijaban en los verdes retoños de
los arrayanes.
Mas no era así, la brisa
entonando su suave canción, las flores abriendo sus capullos, el arroyo
deslizándose entre la suave alfombra de césped no impresionaban su alma; el
susurro de las hojas no llegaba a sus oídos, y el aroma de las flores que
embalsamaba las brisas no deleitaba su mente en aquella tarde.
Era Esther, la pobre loca
de la aldea, aquella Linda joven que había sido en un tiempo la alegría de
aquella simpática población y el encanto de su hogar, aquel que se divisaba
allá a lo lejos rodeado de árboles y de enredaderas, donde la naturaleza
ostentaba sus bellezas que habrían llenado de ilusiones la mente de un poeta.
Era ella, que semejaba hoy
una de esas flores a que en vano los rayos del sol y las aguas del arroyo
quieren darle vida, una de esas, flores que ni siquiera se mueven al soplo de
la brisa.
Pobre joven en su mirada
dulce y vaporosa, donde se adivinaba la grandeza de su alma pura y hermosa como
el despertar de un sueño, vagaba una sonrisa amarga, y su corazón, pobre ave,
pobre ave que avanza entre las nieblas de una noche tenebrosa, sostenía la
existencia de uno de esos seres muertos, pero con una muerte de suplicio que
hace de su vida la de un mártir.
Desde aquel día, aquel de
su muerte moral, recorría diariamente el bosque propiedad de su padre, el
anciano Juan. Cuando el encaminaba sus pasos al bosque, en busca de su hija,
iba seguro de hallarla recostada en aquel tronco, y entonces le parecía
encontrar semejanza entre ella y esos seres envueltos en el misterio (las
hadas), y la tomaba de la mano con los ojos nublados de lágrimas y le decía: “Esther,
hija mía, vamos, vuestra madre os aguarda”. Y así habían pasado sus días hasta
la tarde en que, como de costumbre, la encontramos en el sitio de su
predilección.
Lanzó un profundo suspiro,
dejó caer pesadamente la cabeza entre sus manos y después sonrió con esa
sonrisa propia de los que sufren de enajenación mental; de esa sonrisa de niño
en la cual puede leerse todo un poema enlutado de lágrimas y suspiros, de
aquellas y angustias.
Oyose de repente un ruido
romo el que produce el paso precipitado de alguien que atraviesa entre las
hojas. Esther levantó los ojos y vio un hombre de mirada extraviada que, con
paso ligero, se abría camino entre las ramas. Ella, como lo hacía de costumbre,
lo miró al mismo tiempo que una carcajada histérica resonaba en su garganta. El
joven al oírla busco el sitio donde Esther se hallaba: pero sintió, al fijar su
mirada en ella, que las fuerzas le faltaban, y cayó exánime en tierra
murmurando: ¡Dios mío!
Esther seguía recorriendo
con la vista su redor; el desconocido, con el rostro oculto entre las manos
lloraba, empapando las mejillas con su llanto. Enderezó sus ojos a donde la
joven estaba; pero vio que ella tenía su mirada fija en él y le pareció que
ésta lo quemaba; le pareció oír su voz, que le maldecía. Sintió al mismo tiempo
en el bosque un ruido misterioso como que los enormes álamos, testigos de esa
escena, se desplomaban sobre él; pero era simplemente el grito de su conciencia
que le repetía sin cesar ¡Ahí tienes tu victima!
Y entonces se incorporó;
llegó hasta los pies de la joven y allí se arrodilló; sus labios secos
temblaban por la emoción, pero al fin se entreabrieron para hablar. “Esther,
ángel del cielo, exclamó con su voz temblorosa, me conoces”.
Ella sonrió nuevamente y el
más aterrador silencio siguió a la pregunta del joven “Pobre desdichada,
continuó con su voz ahogada por las lágrimas, soy el miserable que amargó tus
días, aquel que te calumnió arrojando sobre tu honra pura, un enorme horror;
soy yo el asesino de tu vida; los remordimientos, royéndome el corazón, me han
llevado proscrito por el mundo encontrando a cada paso sólo la imagen de mi
crimen”.
Y aquí estoy, aquí he
vuelto siguiendo la corriente de mi destino maldito, envuelto en la ignominia,
arrastrando mi existencia miserable sellada con el sello del crimen ¡Oh! Si
supieras, Esther, el peso de mi delito, si comprendieras las horas de
remordimiento, si leyeras en mi alma los rayos negros con que llevo escrito en
ella tu nombre puro, Mujer, perdóname, tu perdón es lo único que espero en el
mundo antes de morir; fui criminal, perdóname os lo ruego; mira que la muerte
se acerca con paso presuroso, y me resta muy poco antes que me ahogue entre sus
brazos. Esther, Yo sé que mi crimen, mi calumnia te hizo infeliz, yo sé que
desde entonces estás muerta en vida, pero cree que aún en mis sueños no he
encontrado reposo; créeme que, al atravesar los montes y los árboles, éstos me
han parecido que me hablan y que me llaman ¡asesino! ¡El pan de mis días ha
sido muy amargo, más que el tuyo porque ha sido devorado en mis horas de atroz
angustia!!”
Tomó aliento y entonces,
juntando sus manos en un momento de desesperación, gritó loco en medio de su
martirio:
- ¡Vuelve en ti, Esther, dame tu perdón, mira
que voy e morir, yo te lo pido en el nombre del cielo!!
La joven lanzó un inmenso
suspiro, el llanto volvió después de dos años a empapar sus mejillas pálidas,
como de una muerta.
El continuó:
- ¿Recuerdas quién soy? ¿Recuerdas que te
calumnié de la manera más miserable? ¿Lo recuerdas?
-Si... murmuró ella dulcemente, tú eres
Gabriel y te perdono, ¡que el cielo te perdone también!
-Gracias, Dios mío, exclamó el joven y
dirigiéndose a ella prosiguió:
-Si... perdóname porque estos labios que te
imploran, éstos que debieron quemarse al proferir una calumnia ruin, tremenda,
ya mañana estarán yertos
-Si volvió a decir ella, le perdono pobre hijo
del crimen, vete, y vive con la vida que me arrebataste…
Pero al terminar Esther vio
que Gabriel había rodado sobre la yerba y que no se movía, se acercó a él y lo
miró; pero horror. Ya era cadáver.
¡Esperaba el perdón de su
víctima y había muerto!!!
Entre los cipreses del
cementerio de la aldea una cruz blanca se ve: arrodillada en esa tumba está una
mujer.
Es la tumba de Gabriel; la
mujer es Esther, la pobre loca, vuelta a la razón, allí está orando por aquel
que amargó sus días con la más enorme de las calumnias…
Es Esther, la víctima que
ha perdonado... porque el perdón es hijo de las almas nobles...
L. Godoy A