Gabriela Mistral: Victoria Kent
Mayo, 1936
Artículo escrito antes de las elecciones.
Una Índole. -
Victoria Kent es una malagueña de media raza inglesa. Las
dos franjas de sangre corren y se expresan en su carácter. Lleva de la
mediterránea los óleos humanos que regara Roma en cada lugar en que se retardó
creando una convivencia; lleva de anglosajona el sentido del aseo del mundo por
la organización del trabajo colectivo y de la vida individual.
Su formación fue la común de la niña que aparece bien
dotada en la escuela secundaria de la provincia. Después de su bachillerato
pasó a la capital que, buena pulidora en su colegio especializado, «doma, torna
y lustra». Vino de su Málaga amasada por esos escultores ligeros y fuertes que
se llaman luz y olas. Castilla tal vez haya cumplido en ella el trabajo que le
atribuyen de estilización o rubricación de la criatura española. Victoria Kent
hace visible en su vida un estilo; y ése es el de la escuela hispana del
futuro: una eficacia aliada a la fineza; una profundidad antigua veteada de una
modernidad expurgada.
Alta, sólida sin pesadez, la talla sajona y el rostro
latino, la voz grave, que va bien con su alegato austero en el tribunal; la
conversación en bloques netos de conceptos, y nunca divagadora. Su persona
exhala una dignidad exenta de arrogancia. No es la pechi-erguida según llaman
los españoles a la soberbia, aunque su autoridad fuerte arrastra a las mujeres
detrás de ella hacia las faenas sociales. Quisiera saber cómo se llamaría en
física la condición de los cuerpos graves que no son extáticos, pero que se
agitan raramente, y me gustaría saber también cuáles son las materias que sin
ser neutras, sino bastante individualizadas, influyen en sus semejantes y en
sus opuestos. La fórmula de Victoria Kent andaría entre ese dechado de la
física y este otro de laboratorio industrial.
De tarde en tarde se bendice la condición humana, criando
cae a las manos en un ejemplar cumplido; se olvida de un golpe el fracaso
conocido sobre los muchos que viven a cien jornadas de la ecuación hombre o
mujer de las épocas clásicas. Saludamos aquello como el éxito completo tras del
cual se corrió mucho cansándose primero y al final encolerizándose. Y se
emplean algunas semanas en averiguarse al individuo con curiosidad bien
dichosa.
Feminismo
Hay en los gremios profesionales de mujeres
las que atraen por el temperamento mejor que por la ideología; hay otras a las
cuales la técnica conquistada del oficio ha endurecido como una intemperie
marina; y hay el género más común en el feminismo: el que se bate a pura sentimentalidad
en una liza donde sobran las lágrimas. Es raro de disfrutar en la masa de las
sufragistas el caso de la conciencia lisa y llana. Parece que seamos las
mujeres insinuaciones apenas apuntadas, hoces de luna nueva de una conciencia profesional
o política. Pide ésta una larga escalera de estratos morales, y los cuajaremos
en el porvenir, pero tan lenta camina la operación como van rápidas nuestras
emancipaciones. El desequilibrio inquieta y con harta razón.
No me fiaría para entregarle la suerte de mi pueblo a «La
temperamental» arrebatada que he dicho; ni haría camino muy largo al lado de la
cristura minerviana, salida del seso de Júpiter y vaciada de entraña emocional.
En cuanto a las emotivas, que en vez de hacer música se han puesto a hacer
política, éstas suelen cansarse con su ignorancia gárrula. Pondría, eso sí,
cualquier causa personal o gremial en las manos de una Victoria Kent de
conciencia cenital, como de cuantas caen dentro de su familia o su orden.
Política
Llevaron a las Cortes Constituyentes a
Victoria Kent unos electores que conocían la trayectoria de su vida, servicial
y recta como una estrada romana, y allí estuvo haciendo, y no luciendo, durante
dos años, en los debates. La seriedad de su carácter la conduce a repugnar
desde la retórica de los frondosos hasta el cubileteo de los ladinos. Donde hay
industria activa sobre la cual poner la mano, realizando el bien para la
colectividad, ella toma su sitio. Desprovista en cuanto a medio sajona de la
piel de raso que son nuestras vanidades, estará allí trabajando sin énfasis,
sentada en la zona donde el ingenio vicioso espejea menos y no atrae a los
novedosos y noveleros.
La penalista
La República la colocó desde sus comienzos en
un cargo desde el cual diese la medida de su energía y la nobleza de su cultura
penal: Le entregó la jefatura de las cárceles españolas.
Ella llevaba consigo esa materia en todo tiempo peligrosa
-dinamita para los flacos de ánimo y para los aceptadores de su mal- que llaman
con palabra desacreditada «ideales». Una pasión real del derecho le hizo seguir
la abogacía; luego, sus años de un bufete, asomada a diario a las cárceles -¡y
qué cárceles!- la habían cargado de experiencia. Contra la costumbre del
criminalista teórico, ella se sintió llamada a realizar en el cargo, cuanto
planeó durante su vida: la reforma de los servicios carcelarios, ni más ni
menos.
Realizó en catorce meses lo que es dable hacer en campo
de calamidad tan dilatado, guerreando día a día con la vieja poltrona que es la
costumbre perversa. Sus golpes de azada al régimen penitenciario fueron los
siguientes: Aumentó la ración alimenticia a los presos, el que castiga, a lo
menos ha de alimentar. Duplicó las provisiones de coberturas, en que se hiela
el que está quieto como un banco. Dio la orden que azoraría a los jefes, de la
recogida de las cadenas y grillos en las celdas de castigo. El dato pone no sé
qué escalofrío: mandó fundir los objetos infames para sacar de ellos el hierro
que bastó para el monumento a Concepción Arenal. Llevó el baño y la ducha a los
nuevos edificios carcelarios. Suprimió las cárceles llamadas de partido (de
pueblos pequeños) que en varias partes existían en inefable revoltura con
cuadras y... escuelas.
Heredera de Concepción Arenal
La obra en que se daría gusto entero fue la
construcción de la nueva Cárcel de Mujeres de Madrid.
Ha contado Victoria Kent al periodista Ángel Lázaro, que
a lo largo de su vida ella alimentó la idea de esta creación y que llegando a
la jefatura general de prisiones se dijo como a sí misma y como a la otra que
hay en nosotros: «Ahora hago la Cárcel de Mujeres». Cuenta que pidió al
arquitecto: «Mucha luz, toda la posible. Una casa como la que quisiese una para
vivir. Luz por todo costado. Seis patios. Seis terrazas y una soberana azotea general».
El amor de holgura, aseo y claridad, no se quedó en las oficinas: maravilla en
la cárcel nueva, por ejemplo, la magnífica cocina. Cuarenta y cinco cuartos de
baño para la pobre clientela. Setenta y cinco dormitorios independientes, una
gran enfermería, un honorable salón de actos, los talleres abastecidos para el
trabajo manual, la biblioteca que es para los presos la cotidiana salida al
mundo, y el santo departamento para las madres delincuentes que deben criar a
sus niños (¿Han pensado los jueces hasta la última raíz del concepto en la
madre presa, que cría y en lo que ella cría?).
Faltan en la nueva cárcel las «celdas de castigos»; se
han reemplazado con unas celdas de aislamiento para las reclusas rebeldes, y en
ellas, la única penitencia es la separación de las compañeras. Victoria Kent ha
dicho que cuando una mujer entra en esa cárcel, «conocerá un choque moral desde
su primera pisada, y que esa casa empujará suavemente la buena crisis de su
conciencia».
Ahí está plantada en el amo de «Ventas» de Madrid la masa
blanca, albergadora de la delincuencia mujeril. Su arquitectura ostenta la
dignidad de las cosas hechas para un vasto servicio social; la sencillez
geométrica que ha aventado barroquismos promete los modos judiciales de la
época, ni sentimentalotes ni sargentescos. Victoria Kent ha debido probar una
satisfacción profunda mirando su sueño de media vida vuelto pasta de piedra y
logro aplacador. Las delincuentes castellanas de tres centurias vivirán, gracias
a ella, bajo esos techos de clemencia y detrás de esas puertas más
comunicadoras que tajadoras del mundo. Santa Concepción Arenal no pudo alcanzar
en su tiempo este remate de su sacro empeño. Dejó sus libros a la manera de un
fermento, y en química como en letras, las levaduras o revientan o enliudan la
harina, por pesada que sea. A una distancia de cuarenta años, que pudieron ser
menos, pero que no son demasiado, Santa Concepción Arenal, la gallega, gana su
batalla por el brazo prestado de una mujer que comió su doctrina, en una
eucaristía secreta. «Esta es mi sangre», dice cada libro esencial a so lector
probado. Si tales hostias se comen en la adolescencia pueden más sobre
nosotros, y Victoria Kent es un caso de esas adolescencias heroicas que auguran
y cumplen unas madureces grandes.
Cuando le dijeron que el menester de la reforma
carcelaria correspondía a varón y no a mujer, pudo contestar que manos viriles
habían manejado el problema sin sacarlo de su encenegamiento en la crueldad o
el abandono. Cuando le enrostraron «una anarquización del servicio», pudo
desplegar el cuadro que encontró y enfrentar la libertad dichosa que ella trajo
con la anarquía satánica encontrada al llegar.
Ella dice: «O creemos que nuestra función sirve para
modificar al delincuente o no lo creemos. En el caso de no tener esta fe, todas
las mazmorras y el repertorio entero de castigos será poco. Si tenemos, en
cambio, esa fe, hay que dar al hombre trato de hombre, no de alimaña».
Son conceptos de la mente muy lógica que ella lleva, aun
cuando la elevación doctrinal de ellos la haga aparecer a los palurdos como
mujer de utopías lacrimosas.
Ideología
La teoría y la conducta política de Victoria
Kent se resuelven en un ángulo formado de una democracia corajuda que acepta el
socialismo y de una fórmula de realización que suaviza por medio de una densa
cultura la realización de esa democracia subida. En este como en otros puntos,
camina con el equipo de las intelectuales españolas. Su espíritu de solidaridad
parece que sea uno de sus atributos sajones más nobles: ella escoge
parsimoniosamente el grupo humano con el cual se funde y al que no abandona por
la pequeña disidencia de ayer o de mañana.
Admirable parece también su tino en Parlamento y
asamblea; se podría sacar de sus discursos una pequeña antología de pensamiento
social y de táctica política, que podía llamarse «Breviario de la sabiduría
política feminista para el uso de mujeres latinas».
Es de estimarse en la literatura política de Victoria
Kent la ausencia de cualquier forma de demagogia. Pudor escaso en la casta
política, cuyo menester es el batir a las multitudes como a clara de huevo,
pudor de líder de altura, delicadeza doblada por la condición mujeril. No
sabemos la facilidad con que las feministas caen de bruces en la demagogia, a
causa de nuestro terremoto pasional y de nuestro apetito de éxitos inmediatos.
Algunas lectoras podrían sacar, malamente, de este
acápite la conclusión de que Victoria Kent es una diputada centro-derecha,
centro-moroso o centro-cómodo, y se equivocarían, porque Victoria Kent es mujer
de izquierda y de un doctrinarismo diamantino por su terca firmeza. Es probable
que en nación de justicia social lograda, no fundase con sus amigos un partido
radical-socialista; pero en la España que tiene que labrar los surcos, tan
anchos como ella misma, del bienestar obrero y campesino, ni Victoria Kent ni
otra criatura de su probidad podía elegir otro camino que el de una evolución
social a marchas forzadas. La desorganización de los pueblos llamados hispánicos
le golpea en las potencias con látigo herrado; el hambre de Castilla y
Andalucía le castiga los sentidos cuando camina sobre el pecho o la extremidad
de la Península.
Sufragio femenino
Victoria Kent combatió en las Constituyentes
el voto femenino, acarreándose con ello la hostilidad de los grupos sufragistas
españoles y una verdadera explosión de los feminismos extranjeros más fogosos;
una mujer, y además una diputada, quería rehusar el voto a sus hermanas.
Ella no negaba, ni siquiera discutía, el derecho a voto
de las mujeres. Pensamiento tan escrupuloso como el suyo no puede nutrir el
concepto de un electorado eterno de hombres. Una mujer que ha hecho la jornada
dantesca por los infiernos de este inundo, que se llaman niñez proletaria
abandonada y niñez rural, y que se llaman, además, problemitas judiciales y
trabajo femenino pagados con salario de hambre, tiene que pensar en la creación
de otra sensibilidad en el Estado entero, menester que cumplirá la única que
trae unas manos puras y una conciencia no relajada a las legislaturas.
De puro fiel a sí misma y a la mujer en general, ella
tenía en este trance «ojos para ver y oídos para oír». Se conocía la ignorancia
de la masa femenina votante y pedía a las Cortes una pausa larga para la
preparación del electorado mujeril. Victoria Kent resistió la embriaguez de
vino generoso o de café negro que es la demagogia sufragista sajona o latina;
sabe que no se trata solamente de que las mujeres votemos, sino de que no
lleguemos hasta este campo tremendo del sufragio universal a duplicar el horror
del voto masculino analfabeto… Arribar con mejores prendas cívicas y, a ser
posible, llevando una fórmula correctora del sufragio en general, era su
intención sagaz. La mera obtención del voto y la satisfacción de la vanidad del
sexo deben parecerle unas niñerías bastante atolondradas. Ha hecho la Casandra
contra toda la cordialidad de su naturaleza que la lleva a las maneras suaves
de convivencia, así en hogar como en asamblea. La mujer española, en gran
parte, votó contra la República que le regaló el voto, y esta frase ya corre
acuñada llevando consigo una realidad alarmante.
El tipo especial de opinión pública sin contorno acusado,
que es el español, acaso salga de este mujerío votante que todavía no sabe qué
es lo que quiere y a dónde va. Por otra parte, no son estas electoras españolas
ningún fenómeno de necedad y menos de maquiavelismo; sencillamente fueron
llevadas sin tránsito a una seria función política.
Una frase
He encontrado en uno de sus discursos, y como
perdida, una frase de Victoria Kent, relámpago de esos que alumbran una zona
del alma y gracias a los cuales suele captarse una criatura entera. Ella habla
de los sostenes morales con que cuenta para su lucha y que llegan en su correo
cotidiano, y añade: “No se olvida nunca
cuando un hombre o unos hombres en desgracia nos han llamado madre”.
Belleza grande de esos tres renglones que don Miguel de Unamuno comentaría,
sacando a la luz un género de maternidad que el mundo comienza a conocer: la maternidad de la jefe de
prisiones y de hospitales o de las veladoras de salas cunas, y que corre desde
el gris desabrido de un funcionalismo laico enteco hasta una piedad patética o
una mística vertiginosa.
Hacer y deshacer
Pasó la marejada reformista del primer
Parlamento y vino una mudanza visual que un óptico sabría decir: las
proporciones de la faena que se iba a cumplir disminuyeron; la República habló
de pronto en una lengua alguacilesca que era de paños tibios o de subterfugios.
Victoria Kent no se dio por notificada de un trueque de la República española y
rehusó hacer concesiones, bajando calorías a su reforma. Había que irse,
dejando los moldes abandonados a manos más consentidoras o quedarse
rompiéndoles como una alfarería fracasada en el horno.
Tiempos vendrán, o no vendrán de reanudar el santo
trabajo de la cárcel recreadora de hombres, y al revés de los apóstatas de sí
mismos, ella podrá volver trayendo su plan intacto, sin averiadura ni
quebrajeo, para continuarlo en el punto y la línea en que se lo interrumpieron.
Entretanto -y puede durar lo que sea el interregno-, ella
da a quienes la vemos vivir, de cerca o de lejos, el espectáculo lujoso -la
Ética gasta en ciertos seres un verdadero lujo- de una vida apostólica, tan
llana en las maneras como subida en el rigor.
Gabriela Mistral
Victoria Kent Siano (Málaga, 3 de marzo
de 1898 - Washington, 22 de septiembre de 1987), abogada y política republicana
española.
Nació en Málaga,
probablemente el 3 de marzo de 1898, aunque hay discrepancias documentales
sobre la fecha. Ella misma cambió su fecha de nacimiento por las de 1897 y 1889
en distintos documentos fechados a partir de su llegada a Madrid (1917). Otras
fuentes la sitúan en 1898. Entre las razones de ello se aducen exigencias de
tipo académico o incluso coquetería. Su padre, José Kent Román, fue
un comerciante de tejidos, y su madre, María Siano González, ama de casa. Vivió
en Málaga hasta 1917, año en que marchó a Madrid a estudiar el bachillerato en
el instituto Cardenal Cisneros, apoyada por su madre y por los contactos que
había trabado su padre. A su llegada a la capital se instala en la Residencia
de Señoritas. En 1920 ingresa en la facultad de Derecho de la Universidad
Central (actual Universidad Complutense de Madrid), donde cursa la carrera como
alumna no oficial hasta su licenciatura en junio de 1924. Se colegia en enero
de 1925 y, aunque no tenía demasiado interés en ejercer la profesión ante los
tribunales, no tardó en tener su primera intervención como abogada defensora.
Se hizo famosa en 1930 defendiendo ante el Tribunal Supremo de Guerra y Marina
a Álvaro de Albornoz, miembro del Comité Revolucionario Republicano, detenido y
procesado junto con los que después formaron el Gobierno provisional de la
República, a raíz de la Sublevación de Jaca de diciembre de 1930. Fue la
primera mujer en el mundo en intervenir ante un consejo de guerra, consiguiendo
la absolución de su defendido. Afiliada al Partido
Radical Socialista, fue elegida en 1931 diputada
de las Cortes Constituyentes por Madrid. En las elecciones del 16 de
febrero de 1936, Victoria Kent fue elegida diputada por Madrid, en las
listas de Izquierda Republicana, que formaba parte del Frente Popular.
Con
motivo de las discusiones para conseguir el sufragio femenino, se posicionó en
contra de otorgar de forma inmediata el voto a las mujeres. Su opinión era que
la mujer española carecía en aquel momento de la suficiente preparación social
y política como para votar responsablemente, por lo que, por influencia de la
Iglesia, su voto sería conservador, lo que perjudicaría a los partidos de
izquierdas. Sostuvo una polémica al respecto con otra representante feminista
en las cortes, Clara Campoamor. Esto le acarreó cierta impopularidad, no
obteniendo acta de diputada en las elecciones del 19 de noviembre de 1933. Al
año siguiente abandonó la Dirección General de Prisiones. Durante la guerra
civil se hizo cargo de la creación de refugios para niños y de las
guarderías infantiles. El gobierno de la República la envió a Francia como
Primera Secretaria de la embajada republicana en París, para que se encargara
de las evacuaciones de los niños. Permaneció en Francia hasta el final de la
guerra, a cuyo término colaboró en la salida de los refugiados españoles hacia
América. Sin embargo, no pudo seguir el mismo camino y fue sorprendida por la
invasión nazi. Al ser ocupada París por la Wehrmacht el 14 de junio de 1940,
Victoria Kent se refugió en la embajada mexicana, donde permaneció refugiada
durante un año, al estar su nombre en la lista negra entregada por la policía
de la dictadura militar franquista al gobierno colaboracionista de Vichy, la
Cruz Roja le proporcionó un apartamento cerca del Bois de Boulogne, donde vivió
hasta la liberación con una identidad falsa: la de madame Duval. En este
tiempo en la capital francesa escribió «Cuatro años en París», novela
autobiográfica narrada en tercera persona cuyo protagonista, Plácido, es un alter
ego de la autora. En 1948 se marchó a México, donde dio clases de Derecho
Penal en la Universidad, fundando la Escuela de Capacitación para el Personal
de Prisiones, de la que fue directora durante dos años. Llamada por la ONU, en
1949 viajó a Nueva York para colaborar en la Sección de Defensa Social, con el
encargo de estudiar el lamentable estado de las cárceles de Iberoamérica, cargo
que abandonó poco después por ser excesivamente burocrático. En Nueva York
fundó y dirigió la revista Ibérica desde 1954 a
1974, en la que publicaba las noticias llegadas desde España para los exiliados
republicanos en Estados Unidos. Aunque viajó a España en 1977, volvió a Nueva
York, donde pasó el resto de sus días hasta su muerte en 1987.
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