27 de mayo
de 1931.
Discurso
pronunciado por Gabriela Mistral en la Colación de Grados de la Universidad de
Puerto Rico.
La
noble Universidad de Puerto Rico ha querido ceder su palabra en este acto de
graduación a un extranjero y por añadidura a una mujer: doble generosidad suya
y doble deuda mía a que tengo que corresponder. Para olvidar mi extranjería me
ayuda la memoria inmediata de Eugenio María de Hostos, un hombre de Puerto
Rico, más un educador de Chile. Mi condición de mujer no tengo ninguna gana de
olvidarla. Donde va un grupo de hombres a recibir honra colectiva y algún
encargo para la vida, siempre está la mujer diciendo su admiración que le es
fácil sentir y expresar, porque ella nació para admirar al hombre. Pero esta
alabadora tiene el derecho de dar algunas veces a su alabanza el sabor
agridulce de la crítica y de la imposición de obligaciones, porque también ella
nació como una guardiana de la vida y como una socia natural de todos los
negocios vitales.
Algunos
de ustedes me conocerán cierta vieja ternura hacia los países pequeños que
tengo dicha respecto de la Bélgica y de la Costa Rica ejemplares. Me gustan no
sólo por ser yo hija de pequeño país, sino porque creo en las instituciones a
base de calor humano y del frotamiento diario de las voluntades. Creo además en
ese tipo de perfección que son las resinas en la botánica y las conchas de mar
en la oceanografía, intensas unas y las otras en cuanto a bien labradas y
perfectas en cuanto a menudas. Puerto Rico entra en mi conocimiento y en mi
aprecio de la mano con aquellos tres países queridos
Yo
agradezco a esta noble Universidad el que saliendo yo de mí trabajo
universitario de Estados Unidos me permita hablar y servir a la raza mía,
aunque sea de paso antes de mi regreso a Europa.
Amigos,
ustedes saben cómo remueve las entrañas volver a escuchar la lengua propia, y
qué faena dulce como bañada en la leche materna es la de pensar para su propia
carne, cuando se ama bien la propia carne. Debo, pues, a ustedes desde la
pisada en tierra latinoamericana hasta este espacio de aire en que respiran,
gentes que son de mi casta, de ideología y, de mis gestos. Las Antillas
constituyen gentes que son de mi casta, de mi ideología y de mis gestos. Las
Antillas constituyen ese cuerpo místico que forma una cultura común.
La
ceremonia de este día amigos graduados, es más una confirmación que un
bautismo; la confirmación pública de la avocación humanística recibida hace
seis años. Mucho más importante que el presente fue aquel acto íntimo,
desarrollado sin fiesta, en el que ustedes decidieron verticalmente de la
profesión o el oficio que adoptaban. Solemne de veras les parecerá a ustedes
más tarde aquel día, igual todos, en apariencia, cuando respondieron al Maestro
de los Oficios con el santo apelativo profesional: "ingeniero, médico,
químico, profesor y abogado".
Las
fiestas sacramentales del tiempo moderno son estas de la decisión vocacional y
van adquiriendo más y más trascendencia. El sacro se retira poco a poco de
otras fajas de la vida y viene a caer sobre la profesión o el oficio del
individuo. Examinen ustedes con ojillo minucioso y jerarquicen los actos
civiles. El matrimonio, que significaba una ceremonia terriblemente sería
cuándo contenía la indisolubilidad del vínculo ha tomado en el mundo moderno no
sé qué aire de estación de la vida, y hasta de temporada playera; las funciones
políticas, que en los pueblos latinos del sur hacen todavía la calentura de la
juventud se han abajado y desteñido en los pueblos sajones donde la economía
reemplaza la política.
Por
el contrario, la ocupación humana especializada, el menester profesional, la
función intelectual o manual que hace vivir y que da de vivir, han crecido
enormemente como indicadoras del rango del individuo.
Y
es que tal vez, mis amigos, la única cosa importante es este mundo sea, bien
mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester. Me parece muy probable
que la sola exigencia que debamos hacemos a nosotros mismos y la sola que deban
los demás hacer pesar sobre nosotros, sea ésta del desempeño cumplido y leal de
nuestra profesión.
Iría
yo bastante más lejos todavía para asegurar a estos mozos de estación florida,
que el oficio es cosa superiorísima al amor y aun al más sólido bloque de amor.
Suelo mirar la profesión sin ajadura, sin ningún estropeo de la costumbre, más,
bellamente bruñida mientras más vieja, verdadera Raquel y Lía a la que
embellece cada hijo nuevo en tanto que el cuadro de la pasión amorosa suelo
verle tan estropeado del uso, tan ensuciado por las pecas cotidianas del hábito
que entristece mirarle el metal innoble que el tiempo rebaja de precio y
envilece.
Tiene
muchos visos de verdad una afirmación; anónima en mi memoria, y que yo leí hace
años. Aseguraba ella que todo el desorden del mundo viene de los oficios y de
las profesiones malas mediocremente servidas. Me dejó la frase rotunda perpleja
en un comienzo y después dudando, como se duda siempre de los juicios
simplistas.
Así,
pues, pensaba yo: ¿no hay otra fuente que esa, de mal colectivo? ¿No existe al
lado de ese daño un desquiciamiento, espiritual del mundo? ¿No hay problemas
sociales de orden económico que causan la desgracia común?
He
visto muchas cosas más tarde, por aquello de que ve bastante el que camina, por
distraído que sea y he conocido la cara de casi todas las crisis en varios
pueblos, dándome cuenta al final de que el asiento geológico de los males más
diversos era el anotado: los oficios y las profesiones descuidadamente
servidos. Político mediocre, educador mediocre, médico mediocre, sacerdote
mediocre, artesano mediocre, esas son nuestras calamidades verdaderas.
Religión,
moral, economía, pedagogía, forman solamente un cortejo ilusorio de la única
realidad constituida por el oficio; todo aquello es, si ustedes quieren, un
coro anecdótico de tragedia griega que recita con brillo pero que no puede
eclipsar al Agamenón o al Prometeo esencial, que se llama el oficio o la
profesión.
Con
lo cual la, profesión se me ha vuelto a mí y quisiera que se les volviese a ustedes,
la columna vertebral que nos mantiene la línea humana, la vertical del hombre,
y lo demás se me ocurre ser carne servil y a veces muelle, o una decoración de
gestos y sonrisas.
Conversaba
yo una, vez con Ramiro de Maeztu sobre las diferencias que corren entre sajón y
latino. Él me marcaba entre otras las siguiente que, al igual de la afirmación
anterior, se me quedó hincada en la memoria por la gravedad que arrastra. El
latino sería un hombre que suele desarrollar sus morales al margen de la profesión
de que vive; el sajón sería casi siempre un hombre que trenza la moral adoptada
con su oficio. Maeztu se puso a contarme como los obreros suizo-alemanes de
relojería, por ejemplo; consideraban el reloj construido de su mano como una
especie de testimonio personal, de rúbrica de su honradez y de piezas de su
responsabilidad completa.
Verídica
y terrible la observación. Nosotros conocemos tipos bastante opuestos al del
relojero suizo. El abogado defensor de pleitos turbios suele pensar que su
honorabilidad personal sufre poco o nada de sus defensas deshonestas; el médico
torpe, por descuido en sus curaciones, duerme, come y vive tranquilamente,
encima de su degradación profesional; el pedagogo que se consiente didáctico
del 1800, estima que el no informarse y el sestear sobre pedagogía relevada, no
tiene gran cosa que hacer con su probidad de hombre, y en nosotras las mujeres
que concedemos importancia segundona a las cosas que no son el amor, este
negocio anda más o menos lo mismo. Las excepciones agudas robustecen
espantosamente la regla.
Mucho
más que el hombre latino, que al cabo cuenta al sabio francés para salvar su
déficit; es el latino americano quien, ha hecho una cortadura traicionera entre
oficio y moral, entre función pública y conducta individual. Hasta tal punto
sube entre nosotros esta falta, yendo desde la culpa al delito, que ya el grado
universitario o el "título oficial dicen bastante poco, y son más bien
aproximaciones que afirmaciones. Decimos "licenciado", y el substantivo
de toda substantividad, no agrupa a nadie; decimos "químico", y el
apelativo tan técnico no asegura ninguna técnica; decimos"
ingeniero", y el jefe de una empresa de minas pedirá al candidato un
noviciado de prueba antes de entregarle la dirección de laboreo.
De
tal manera, hemos venido a parar en una especie de quiebra del crédito
universitario en casi todas partes. Y la Universidad donde quiere que exista
debe construir una institución de calidad pura, de apretada selección.
El
mal ha abultado tanto que su evidencia pide una enmienda radical y rápida y
como es natural la pide de los universitarios mismos que cuando son buenos
padecen el daño acarreado por los malos. Se trata de reedificar un crédito
caído de bruces y de ponerse a lustrar de nuevo esta noble chafalonía metida en
herrumbré, del prestigio de los grados.
Yo
me permitiría señalar semejante misión a los jóvenes de cuya graduación soy
testigo, en cuanto a vieja amiga de la gente moza, y en cuanto a mujer
entrañablemente interesada en esto de la grandeza y la decadencia profesional o
gremial. Yo pediría a ustedes que mediten sobre este asunto que yo solo deje
apuntado con una flecha indicadora, y que se decidan a comenzar una cruzada
interior y exterior por la dignificación profesional. Digo interior, porque cada
día creo más en que las reformas salen del tuétano del alma y asoman afuera
firmes como el cuerno del testuz del toro, o bien se hacen en el exterior como
cuernecillos falsos pegados con almidón. El primer tiempo será pensar la
profesión lo mismo que un pacto firmado con Dios o con la ciencia, y que obliga
terriblemente a nuestra alma, y después de ella, a nuestra honra mundana. El
segundo tiempo será organizar las corporaciones o gremios profesionales, donde
no existen, y donde ya se fundaron, depurarlos de corrupción y de pereza, vale
decir, de relajamiento. El tercer tiempo, será obligar a la sociedad en que se
vive, a que vuelva a dar una consideración primogénita a las profesiones que
desdeña y rebaja.
La
tercera grada sube blandamente desde las otras dos: a la larga siempre se
respeta lo respetable, y se acaba por amar, lo que presta buen servicio.
El
orgullo del título es hermoso y razonable como el de cualquier campeonato, y yo
miro con gusto las caras radiantes de los jóvenes que han venido a recibir en
un diploma una especie de nombre nobiliario.
Cada
profesión es de hecho un linaje y saltar de la banca obscura a la platea
asistida del reverbero justifica una complacencia, mucho más todavía en la
juventud. El linaje de los profesores comienza si se quiere con Moisés, cae
sobre Aristóteles el súper-didáctico, y sigue serpenteando hacia Rousseau,
Pestalozzi y Froebel. El linaje médico, para no mentar sino una más, ha contado
ayer a Pasteur y tiene aún a Dios gracias a Ramón y Cajal.
Pero
es grave cuidado, como ustedes saben, la guarda de los linajes intelectuales,
mucho más escabroso que la de los otros linajes. El peso de la honra que se
trae consigo cualquier profesión, vieja o moderna, abruma de obligaciones
porque abruma de mérito cumplido.
Amigos
míos, es mi deseo que algunos de los nombres que van a pronunciarse en esta
sala, entre en la categoría de las iniciales de su rama y vaya derecho a la
familia de los patronos de su asignatura. Amigos míos, que yo haya tenido la
dicha de ser la madrina ocasional de un químico, de un botánico o de un
profesor fundamental de aquellos que nuestra raza raleada de hombres de ciencia
necesita tanto. Amigos míos, que mis palabras de mujer que no ha buscado en
este mundo sino ver el mérito del varón para acatarlo y mimarlo, caigan en
algún espíritu de ustedes como un semillón rojo de ambición razonable y de
sugerencia ayudadora. La tierra de Eugenio María de Hostos me consiente el que
yo deje caer este augurio que parecería desorbitado en otra tierra ayuna de
competencia.
FRANCIA
trabaja. Ni menos que Bélgica, ni menos que Italia, ni menos que Suiza; un
ritmo de trabajo común con el de estos países, que tienen el rubro de pueblos
activos. Se dirá tal vez "menos laboriosa que Alemania o que los Estados
Unidos". No, la misma suma de esfuerzo, pero con las industrias no
estandarizadas y con un capitalismo mesurado que no alcanza las cifras
astronómicas de los otros. Porque todavía existen en Francia la pequeña industria,
y Dios se la aguarde, porque es cosa buena o con no sé qué he de cristiano en
frente de la usina demoniaca de los trust.
Trabaja
a Francia. El lugar común de una Francia de placer, derrotada en su economía
por su índole gozadora es uno de esos afiches tontos que es necesario desteñir.
La
clasificación de países virtuosos y de países de vicio que la guerra quiso
hacer con sus manos de truhan, es una necedad de que hay que limpiarse. La
desgracia económica de Francia tiene no una sino muchas causas y entre éstas no
está a la indolencia.
La
rectificación ha de empezarse con esto: Francia no es París; Paris es una
especie de zona abandonada al extranjero. Y seguir con esto otro: la provincia
francesa tiene tan limpia la costumbre, tan sobrio el goce y tan colmado de
faena el día como la provincia de cualquier otro país.
Paris
es una capital en que el francés se ha asumido voluntariamente relegándose a un
tercer plano. Algo semejante al sistema también francés de casas de tres pisos,
en las cuales la prudente propietaria alquila los dos primeros a ingleses que
pagan bien y acomoda su vida a al restante. Por mucho que se hable de la
inversión extranjera en Francia, nunca se dirá lo bastante:
Es
una avalancha verdaderamente amazónica, con todo el desorden y la
heterogeneidad violentada de materiales que lleva un río americano hacia el
delta. No hay ciudad santa de las épocas místicas que haya hecho esta
movilización elefantina de razas; no ha habido nunca otra ciudad de esas que
D’Annunzio presenta magnéticas como mujeres, que levanten tal pasión de
conocimiento; ni se hace en los pueblos otro acuerdo como éste, de elegir una
misma zona común para el placer... Sí el frenesí va en aumento -y lleva a esas
trazas- llegará un día en que París sea hotel en toda casa donde no sea museo,
academia o banca...
El
extranjero se mueve, naturalmente, con sus apetitos y su hábito, y viene a
pedirle a la ciudad ajena su complacencia. De este modo, el extraño no sólo
desplaza al dueño de la casa sino que le va echando a un lado su costumbre, su
manera de espectáculo, de moda, de arquitectura.
Dos
clamores de la prensa nacionalista: "¡El inglés está comparando toda la
costa azul!" "¡El americano está envileciendo el teatro!"
Los dos clamores tienen razón.
La
dulce tierra de Francia (que no es dulce sino en el mediodía) es grata al reúma
mundial, sobre todo los pobres huesos sajones, cuyo único sol se levanta... en
la India. Dulzura de las playas soleadas que quedan a doce horas de Calais; a
sólo doce horas de la niebla viscosa y fea están el viñedo de oro y fresal
suave de la Provenza. Es necesario perdonar la flaqueza sajona de que ha
aprovechado de la libra a 250 francos para comprar en la costa clásica el
pedazo de suelo con palmeras o plátanos dichosos.
Cosa
más grave es la otra. La danza negra, la muy física, por no decir fisiológica
danza negra, ocupa por temporadas enteras los teatros que París reservaba antes
a su comedia, y, como complemento, la música negra, trampa en que ha caído el
yanqui rubio, se oye en todas partes, invade lo mismo hoteles de los
millonarios que bares infames.
"Son
bárbaros -dice el francés- que no contentos de gustar semejantes ritmos en sus
ciudades de búfalos, los plantean en nuestros boulevard y los pagan en el dólar
como cosa suya".
"¡Josefina
Baker, la negra, gana una noche lo que Bergson en un año y el balanceo sudoso
de sus caderas hace gozar a estos cuákeros de Nueva York o estos
sudamericanos... católicos!"
La
xenofobia fabulosa de estos años en Francia ha sido acicateada por la prensa
con frases peores todavía. Los auto-carros, pesados e insolentes, que cierran
el tráfico en la Opera o en los italianos, ha han sido apedreados tanto por la
baja del franco como por estas feas vilezas.
El
turista vuelve a su tierra y, si es periodista, se vengará escribiendo
cualquier necedad fácil sobre el vicio desaforado de Francia, donde todas las
locuras tienen su sede, bien pagada y bien confortable.
No
vio Francia, el infeliz; vio en el delta de los pueblos, con el hediondo limo
de acarreo que hace montaña. Vio lo peor de lo suyo y de las otras razas.
Pudo
mirar a Francia yendo con lentitud por la Provenza latinísima, por la
Carcasonne romana, por la Tolosa española. Habría conocido la Francia que
trabaja diez horas y que hace los paños en Lyon y los linos de Lille. Habría
observado este francés que, aunque tenga sus cinco sentidos y medio de sensual,
es económico y no duplica frenéticamente su goce, y que, sobre todo, es
mesurado por su cultura vieja.
Gabriela Mistral
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