HOMENAJE
A GABRIELA MISTRAL
Radomiro Tomic
Bienaventurados
aquellos por quienes lloran los pobres cuando mueren, porque estas lágrimas d
la multitud, que no nacen del vínculo de la carne y de la sangre, ni de la
memoria de servicios o gratitudes individuales, son la señal d la misteriosa
filiación en que los pueblos ser reconocen en sus santos y en sus héroes.
Ninguna vida más plena, ninguna muerte más bella, ninguna memoria más
perdurable que la de estos Elegidos --- ¿por quién?--- para vivir por los demás
o para morir por los demás. Parecen éstas, palabras excesivas. Y sin embargo,
solamente esta luz –la vieja y extraña luz del misterio de la Comunión de los
Santos---- adquiere significado vital y ecuménico el alma torturada de Gabriela
Mistral y puede explicarse la asombrosa identificación del pueblo chileno con
esta mujer triste y solitaria. ¿Cómo explicar, si no, lo que acaba de ocurrir?
Ha muerto, y durante tres días y tres noches, doscientas mil personas han
esperado, de pie, horas interminables, formado en inmensa columna, para ver el
rostro inmóvil, por la breve fugacidad de unos segundos. Quienes llegaron en la
mañana tuvieron que esperar hasta la tarde; y los que acudieron en la tarde,
solamente la vieron entrada ya la noche; y los que fueron de noche, recién al
amanecer. Millares venían de pueblos y ciudades próximas o lejanas. Decenas de
millares abandonaron trabajos, obligaciones, deberes de familia, agrado o
descanso. ¿Quiénes eran? Hombres, mujeres y niños de toda condición, imagen
viva de la nación chilena. ¿Qué querían? Verla por última vez al precio de
cualquier molestia o sacrificio. ¿Por qué....? ¿Acaso porque había obtenido el
Premio Nóbel hace doce años? Pero, ¡cuántos de ellos siquiera lo sabían?
¿Cuántos hubieran podido explicar en qué consiste esta distinción literaria? ¿Y
qué agrega este honor a la cara de un muerto? No; no venían por el Premio
Nóbel. ¿Acaso porque la muerte despierta oscuros terrores y curiosidades que
empujan a buscar en el rostro rígido lo que no puede hallarse en la sonrisa y
la luz de la mirada?... ¿Y cómo explicar entonces la marejada humana con que el
país la recibió en 1954, primero en los puertos de recalada, más tarde al
llegar a Valparaíso, después a lo largo de la vía férrea y finalmente en la
gigantesca recepción popular aquí en Santiago? ¡No; no venían por el secreto
estremecido de la muerte visible! ¿Era porque esta mujer resultaba familiar y
necesitaban de su presencia? ¡En los últimos veinte años, solo estuvo treinta
días en su Patria! ¿Podría ser tal vez por la solidaridad de clase, de ideas,
de partido? Pero ¿quién se atrevería a reclamar “exclusividades” sobre Gabriela
Mistral sin cometer un ultraje contar el pueblo chileno y contra ella misma?
¿Fue, entonces, porque sus poemas les ayudaban a iluminar sus pobres vidas?
¿Por qué sus versos le daban sosiego en la ansiedad; esperanza en el
desconsuelo; evasión ante la aridez del vivir cotidiano y refugio ante la
ráfaga nocturna en que todo parece frustrado y con sabor a ceniza? ¡Oh, no La
poesía de Gabriela Mistral no fue escrita para eso. Y si es cierto que entra
ella jaspea a veces la ternura de sus rondas infantiles y de sus poemas a las
madres y maestras, recia presencia de Dios, la claridad de sus deslumbramientos
con la naturaleza y el jugueteo d sus raro versos sonrientes, es más cierto aún
que la angustia es la más honda raíz de su mensaje, y la muerte, el contrapunto
de dónde saca su inspiración fuerte, agreste, primitiva y quemante. No; la
identificación del pueblo chileno con Gabriela no obedece a estos signos
externos de su cansado paso por el mundo. Su origen es más hondo; más elemental
y puro. La inmensa muchedumbre, ese medio millón de personas que la vieron
pasar esta mañana al Cementerio, se sabían suyos y la sabían suya de un modo
entrañable. No son los honores, ni sus versos, ni siquiera sus ideas, la raíz
de esta transfiguración. Era ella toda; su persona, su vida solitaria, su alma
atormentada, su dura lucha, el fuego oscuro en que se consumía, el desdén con
que miró pasar los éxitos dl mundo cuando, en su hora, llegaron a su puerta.
Fue creciendo lentamente en el corazón del pueblo chileno, hundiendo sus raíces
en la tierra parda y eterna, alimentándose de las realidades humildes y
esenciales que forman la trama inacabable y siempre renovada de la vida. Así
fue alzándose, y alzando junto a ella al pueblo suyo; como los árboles,
milímetro, lentamente, poderosamente, signo y cifra del mundo que los rodea,
del cual extraen s u aliento vital y al cual ennoblecen, representan y
dignifican. Ha muerto, y al eco de su muerte todos somos testigos atónitos de
la sobrecogedora unanimidad con que el país se reconoce en ella. ¡Y sin embargo
no fue el suyo un espíritu neutral! Estuvo siempre y sin vacilaciones con las
ideas de la democracia y la libertas, por ser condiciones esenciales para la
dignidad humana; escribía y hablaba por la paz del mundo con dolorosa tensión
de espíritu; odiaba la idea misma de la posibilidad de otra guerra, le dolían
los pobres y su mísera heredad de tierra, de escuela y de alegrías; le dolía el
hambre y la desnudez física de los niños, pero más aún la irritaba la ceguera
de los que olvidan que el niño es alma y esperanza; la verdad, como ella la
veía, le quemaba los labios y tenía que ser dicha, cualquiera que fuese el
precio que hubiese de pagar por ello. No fue neutral, sino combatiente; testigo
insobornable de su fe y de sus convicciones, en la serenidad o en el martirio.
Pero apenas ha muerto y ya todos los Poderes del Estado, todos los estamentos
dirigentes de la nación, toda la gama de ideologías y de intereses en que los
chilenos se organizan, se dividen, se expresan y se combaten, encuentran en
ella un centro de reunión, de identidad... ¿Por qué...? Porque, más que sus
versos, sus honores o el anecdotario de su vida, esta mujer nos da la muestra
sensible de que la Patria es una comunidad humana de la que todos formamos
parte orgánica, inevitablemente solidarios de un destino común en el plano
material, misteriosamente responsables de nuestros hermanos en el plano
espiritual. Ella es ahora, ¡paradojas del espíritu liberado de la carne símbolo
vivo de esta comunidad de origen y destino de nuestra Patria y preciosa
salvaguardia de la identidad esencial de todos nosotros, en el gran regazo
unificador de la nación. Ha muerto, y, según las agencias cablegráficas,
mientras se prolongó su larga enfermedad, más de quinientas consultas diarias
se hacían al Hospital de Nueva York en que estaba internaba, por su salud.
Asombrada, la secretaria del establecimiento preguntó un día al periodista:
“¿Quién es, pues, esta mujer que muere?” ¿Quién era? Una mujer anciana, enferma
y pobre, cuyos versos más hondos habían sido escritos 30 años antes y cuyo
espíritu tenía en los últimos tiempos el doloroso vuelo de un pájaro ciego. Y
sin embargo, apenas muerta, gobernantes de decenas de países, entre ellos
Estados Unidos, Rusia y la India, y todos los de América latina; la Secretaría
General de las Naciones Unidas; el Consejo de la Organización de Estados
Americanos; el Senado y el pueblo del Perú: las Universidades argentinas,
numerosas escuelas en diversos países, hacen llegar a Chile sus condolencias,
le rinden homenajes oficiales, recuerdan su memoria y cambian los nombres de
sus establecimientos escolares para que se llamen “Gabriela Mistral”. ¿Por qué?
¿Por qué, si no pocos de ellos eran ajenos a sus versos por el idioma; y los
más, indiferentes a honores que representan poco en tierra extraña? Porque el
mundo exterior ha visto también en ella, sin embargo, un símbolo de Chile, una
forma transfigurada de su pueblo. ¿Cómo, si no, explicar el carácter universal
que ha alcanzado la muerte de quien, como Gabriela, tuvo siempre poco a lo
largo de su vida, y ya casi había perdido todo en la hora de su muerte?
Instintivamente el pueblo chileno, sus grupos dirigentes y el mundo exterior
han visto en ella lo que era: ¡El rostro multitudinario y el alma perdurable de
su nación! Sin razón aparente, fue “elegida” para tomar sobre sí oscuras cargas
de su pueblo. La violenta presencia de Dios en su conciencia, su vida
interminable e inexplicablemente roída por la angustia, la continua visión de
la muerte, son los signos sensibles de amargo precio que esta mujer, hoy día
inmóvil, aceptó pagar sin rebeldía, al serle impuesto, sin que sepamos bien ni
cómo ni por qué, el dar testimonio de su pueblo y el sufrir, para participar en
el rescate y la redención de los suyos. Quiero creer que su vida representa una
señalada visita de Dios a nuestra Patria. Como los santos, como los héroes,
vivió por otros, sufrió por otros, murió por otros. Porque así fue, vivirá
eternamente.
RADOMIRO TOMIC Discurso
pronunciado por cadena radial nacional en enero de 1957, con ocasión de los
funerales de Gabriela Mistral en Santiago.
(10 de enero de 2019)
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