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viernes, 11 de enero de 2019


HOMENAJE A GABRIELA MISTRAL
Radomiro Tomic

Bienaventurados aquellos por quienes lloran los pobres cuando mueren, porque estas lágrimas d la multitud, que no nacen del vínculo de la carne y de la sangre, ni de la memoria de servicios o gratitudes individuales, son la señal d la misteriosa filiación en que los pueblos ser reconocen en sus santos y en sus héroes. Ninguna vida más plena, ninguna muerte más bella, ninguna memoria más perdurable que la de estos Elegidos --- ¿por quién?--- para vivir por los demás o para morir por los demás. Parecen éstas, palabras excesivas. Y sin embargo, solamente esta luz –la vieja y extraña luz del misterio de la Comunión de los Santos---- adquiere significado vital y ecuménico el alma torturada de Gabriela Mistral y puede explicarse la asombrosa identificación del pueblo chileno con esta mujer triste y solitaria. ¿Cómo explicar, si no, lo que acaba de ocurrir? Ha muerto, y durante tres días y tres noches, doscientas mil personas han esperado, de pie, horas interminables, formado en inmensa columna, para ver el rostro inmóvil, por la breve fugacidad de unos segundos. Quienes llegaron en la mañana tuvieron que esperar hasta la tarde; y los que acudieron en la tarde, solamente la vieron entrada ya la noche; y los que fueron de noche, recién al amanecer. Millares venían de pueblos y ciudades próximas o lejanas. Decenas de millares abandonaron trabajos, obligaciones, deberes de familia, agrado o descanso. ¿Quiénes eran? Hombres, mujeres y niños de toda condición, imagen viva de la nación chilena. ¿Qué querían? Verla por última vez al precio de cualquier molestia o sacrificio. ¿Por qué....? ¿Acaso porque había obtenido el Premio Nóbel hace doce años? Pero, ¡cuántos de ellos siquiera lo sabían? ¿Cuántos hubieran podido explicar en qué consiste esta distinción literaria? ¿Y qué agrega este honor a la cara de un muerto? No; no venían por el Premio Nóbel. ¿Acaso porque la muerte despierta oscuros terrores y curiosidades que empujan a buscar en el rostro rígido lo que no puede hallarse en la sonrisa y la luz de la mirada?... ¿Y cómo explicar entonces la marejada humana con que el país la recibió en 1954, primero en los puertos de recalada, más tarde al llegar a Valparaíso, después a lo largo de la vía férrea y finalmente en la gigantesca recepción popular aquí en Santiago? ¡No; no venían por el secreto estremecido de la muerte visible! ¿Era porque esta mujer resultaba familiar y necesitaban de su presencia? ¡En los últimos veinte años, solo estuvo treinta días en su Patria! ¿Podría ser tal vez por la solidaridad de clase, de ideas, de partido? Pero ¿quién se atrevería a reclamar “exclusividades” sobre Gabriela Mistral sin cometer un ultraje contar el pueblo chileno y contra ella misma? ¿Fue, entonces, porque sus poemas les ayudaban a iluminar sus pobres vidas? ¿Por qué sus versos le daban sosiego en la ansiedad; esperanza en el desconsuelo; evasión ante la aridez del vivir cotidiano y refugio ante la ráfaga nocturna en que todo parece frustrado y con sabor a ceniza? ¡Oh, no La poesía de Gabriela Mistral no fue escrita para eso. Y si es cierto que entra ella jaspea a veces la ternura de sus rondas infantiles y de sus poemas a las madres y maestras, recia presencia de Dios, la claridad de sus deslumbramientos con la naturaleza y el jugueteo d sus raro versos sonrientes, es más cierto aún que la angustia es la más honda raíz de su mensaje, y la muerte, el contrapunto de dónde saca su inspiración fuerte, agreste, primitiva y quemante. No; la identificación del pueblo chileno con Gabriela no obedece a estos signos externos de su cansado paso por el mundo. Su origen es más hondo; más elemental y puro. La inmensa muchedumbre, ese medio millón de personas que la vieron pasar esta mañana al Cementerio, se sabían suyos y la sabían suya de un modo entrañable. No son los honores, ni sus versos, ni siquiera sus ideas, la raíz de esta transfiguración. Era ella toda; su persona, su vida solitaria, su alma atormentada, su dura lucha, el fuego oscuro en que se consumía, el desdén con que miró pasar los éxitos dl mundo cuando, en su hora, llegaron a su puerta. Fue creciendo lentamente en el corazón del pueblo chileno, hundiendo sus raíces en la tierra parda y eterna, alimentándose de las realidades humildes y esenciales que forman la trama inacabable y siempre renovada de la vida. Así fue alzándose, y alzando junto a ella al pueblo suyo; como los árboles, milímetro, lentamente, poderosamente, signo y cifra del mundo que los rodea, del cual extraen s u aliento vital y al cual ennoblecen, representan y dignifican. Ha muerto, y al eco de su muerte todos somos testigos atónitos de la sobrecogedora unanimidad con que el país se reconoce en ella. ¡Y sin embargo no fue el suyo un espíritu neutral! Estuvo siempre y sin vacilaciones con las ideas de la democracia y la libertas, por ser condiciones esenciales para la dignidad humana; escribía y hablaba por la paz del mundo con dolorosa tensión de espíritu; odiaba la idea misma de la posibilidad de otra guerra, le dolían los pobres y su mísera heredad de tierra, de escuela y de alegrías; le dolía el hambre y la desnudez física de los niños, pero más aún la irritaba la ceguera de los que olvidan que el niño es alma y esperanza; la verdad, como ella la veía, le quemaba los labios y tenía que ser dicha, cualquiera que fuese el precio que hubiese de pagar por ello. No fue neutral, sino combatiente; testigo insobornable de su fe y de sus convicciones, en la serenidad o en el martirio. Pero apenas ha muerto y ya todos los Poderes del Estado, todos los estamentos dirigentes de la nación, toda la gama de ideologías y de intereses en que los chilenos se organizan, se dividen, se expresan y se combaten, encuentran en ella un centro de reunión, de identidad... ¿Por qué...? Porque, más que sus versos, sus honores o el anecdotario de su vida, esta mujer nos da la muestra sensible de que la Patria es una comunidad humana de la que todos formamos parte orgánica, inevitablemente solidarios de un destino común en el plano material, misteriosamente responsables de nuestros hermanos en el plano espiritual. Ella es ahora, ¡paradojas del espíritu liberado de la carne símbolo vivo de esta comunidad de origen y destino de nuestra Patria y preciosa salvaguardia de la identidad esencial de todos nosotros, en el gran regazo unificador de la nación. Ha muerto, y, según las agencias cablegráficas, mientras se prolongó su larga enfermedad, más de quinientas consultas diarias se hacían al Hospital de Nueva York en que estaba internaba, por su salud. Asombrada, la secretaria del establecimiento preguntó un día al periodista: “¿Quién es, pues, esta mujer que muere?” ¿Quién era? Una mujer anciana, enferma y pobre, cuyos versos más hondos habían sido escritos 30 años antes y cuyo espíritu tenía en los últimos tiempos el doloroso vuelo de un pájaro ciego. Y sin embargo, apenas muerta, gobernantes de decenas de países, entre ellos Estados Unidos, Rusia y la India, y todos los de América latina; la Secretaría General de las Naciones Unidas; el Consejo de la Organización de Estados Americanos; el Senado y el pueblo del Perú: las Universidades argentinas, numerosas escuelas en diversos países, hacen llegar a Chile sus condolencias, le rinden homenajes oficiales, recuerdan su memoria y cambian los nombres de sus establecimientos escolares para que se llamen “Gabriela Mistral”. ¿Por qué? ¿Por qué, si no pocos de ellos eran ajenos a sus versos por el idioma; y los más, indiferentes a honores que representan poco en tierra extraña? Porque el mundo exterior ha visto también en ella, sin embargo, un símbolo de Chile, una forma transfigurada de su pueblo. ¿Cómo, si no, explicar el carácter universal que ha alcanzado la muerte de quien, como Gabriela, tuvo siempre poco a lo largo de su vida, y ya casi había perdido todo en la hora de su muerte? Instintivamente el pueblo chileno, sus grupos dirigentes y el mundo exterior han visto en ella lo que era: ¡El rostro multitudinario y el alma perdurable de su nación! Sin razón aparente, fue “elegida” para tomar sobre sí oscuras cargas de su pueblo. La violenta presencia de Dios en su conciencia, su vida interminable e inexplicablemente roída por la angustia, la continua visión de la muerte, son los signos sensibles de amargo precio que esta mujer, hoy día inmóvil, aceptó pagar sin rebeldía, al serle impuesto, sin que sepamos bien ni cómo ni por qué, el dar testimonio de su pueblo y el sufrir, para participar en el rescate y la redención de los suyos. Quiero creer que su vida representa una señalada visita de Dios a nuestra Patria. Como los santos, como los héroes, vivió por otros, sufrió por otros, murió por otros. Porque así fue, vivirá eternamente.


RADOMIRO TOMIC Discurso pronunciado por cadena radial nacional en enero de 1957, con ocasión de los funerales de Gabriela Mistral en Santiago.

(10 de enero de 2019)

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