El catolicismo en los Estados Unidos
El Mercurio, 27 de julio de 1924
Viaja en mi barco un sacerdote católico, el R. E.
H. V. Conversamos. Yo me traje de Estados Unidos el interés más vivo por el
movimiento religioso, que ya en otra ocasión he alabado. Aprovecho su benevolencia
en pedirle tantas informaciones, que debo fatigarlo como el alumno preguntón de
las clases; él, que es un norteamericano de sangre francesa, tiene una simpatía
viva por lo latino, y le devuelvo a cada momento el interrogatorio, con otro,
por saber más de la América española. En Estados Unidos ésta tiene ya un apoyo,
y lo tendrá cada vez más (así lo esperamos muchos): el de los católicos de
aquella nación.
Hay cosas semejantes, vistas por ambos, y de las
cuales podemos hablar con conocimiento traspasado de interés: la separación de
la Iglesia y del Estado, que él ha visto en Francia, patria de sus padres, y en
Estados Unidos, patria suya; y que yo he visto en México. Nuestra larga
conversación la transcribo casi entera, por lo valioso del asunto.
-Qué piensa
usted, señor -le digo -, de la separación de la Iglesia y del Estado.
-Pienso bien
-me dice. Y como yo me sorprendo un poco, explica él largamente su experiencia.
La unión de las dos instituciones, cuando el Estado
toma un franco rumbo liberal, como ocurrió en Francia, pasa a ser una
responsabilidad grave para la Iglesia. Por su solidaridad con el Gobierno, los
jefes eclesiásticos tienen que tolerar, con una débil protesta o sin ella,
muchos actos de aquél, con los cuales la Iglesia está en pugna. Por su parte,
el Estado exagera su patronato y pretende maniatar a los eclesiásticos en su
acción social, llamándola intromisión en la política interna. Era el caso de
Francia antes de la separación.
-Cree usted,
señor -añado -, que el clero tiene derecho a tomar parte en la política.
La política -responde - es acción social; sólo
cuando se vuelve muy corrompida, o muy torpe, carece de actividades de esa
índole y no trabaja en la formación espiritual de los pueblos. Con este
sentido, apartar de esa política a un clero vasto es, sencillamente, restar al
trabajo social fuerzas valiosas de cultura y espíritu. Y no es poca la falta
que en este momento del mundo hacen los poderes morales para que enajenemos
elementos de selección, como son los de un clero que es culto. Se quejan los
mismos radicales, en Francia como en Italia, del dominio, dentro de su propio
campo, de cabecillas, ignorantes o impuros, y procuran, aunque sin éxito, que
pase a los mejores la influencia que poseen los peores. La eliminación del
clero en la política constituye, repito, la eliminación de mentes vigorosas y
de caracteres elevados. La Iglesia ha hecho lo mismo que la Universidad, o que
cualquiera institución ilustre, una selección aguda de individuos y este
trabajo debería ser aprovechado por un país, si las democracias latinas
miraran, como la inglesa, un poco más hacia la selección. Siendo casi todas
racionalistas, este sentido debería existir dentro de ellas, equilibrando el de
igualdad.
-Qué frutos,
buenos o malos, ha traído la separación en Estados Unidos.
-Buenos. La
Iglesia empezó a trabajar en el gran país protestante sin las ventajas que se
atribuyen a la unión con el poder civil, y ha quintuplicado sus fuerzas. Los
progresos del catolicismo en Estados Unidos no son ya discutibles ni
discutidos. Ella rivaliza con las sectas protestantes más antiguas y la
superación suya se palpa. Se le ha dado simplemente la libertad de acción que a
cualquiera otra sociedad; y sin más prerrogativas, su labor ha alcanzado éxitos
sencillamente prodigiosos. Lo único que los católicos deben pedir es eso: una
libertad verdadera; el resto lo hace el esfuerzo de un clero apostólico, la
pureza de sus costumbres, que gana a las poblaciones en favor del párroco y,
por sobre esto, la esencia misma de nuestra fe, que lleva el triunfo en su
aliento divino y en su trabajo humano de dieciocho siglos.
-¿Considera
usted -me pregunta él ahora - que la separación ha dañado a la Iglesia en
México?
-Creo que la
Iglesia mexicana no tiene la prosperidad de la norteamericana. Los católicos
empiezan hoy a organizarse. Tienen sin duda alguna, el 90 por ciento de la
población afiliada a su fe; pero son una fuerza inerte y que hasta parece
ignorarse a sí misma. En la cuestión social, sólo comienza a tomar interés, y
ese ha sido su error enorme, del que nunca se arrepentirán bastante. La inmensa
masa india es tan pobre como el siervo de la gleba del medioevo, pero en el
medioevo el hombre tenía fe para aligerarse la pesadumbre y la tristeza. No es
el caso de México. A este descuido inconcebible del indio se deben muchos males
actuales y futuros. La Iglesia se ha mostrado allí inferior a sus misioneros
iniciales, cuya espléndida labor se ha borrado como las nieblas; mejor será
decir, como el rocío. Este torpe abandono está dañando al catolicismo mexicano
con un daño profundo dentro del cual germinan las revoluciones.
En Chile yo encontraba débil aún el trabajo social
católico; desde México me pareció vigoroso. Allá, repito, se inicia y en
condiciones por cierto desfavorables, por el dilatado receso de egoísmo que los
radicales le enrostraron con un vigor también extremo.
En los misioneros españoles empieza y acaba la
asistencia material del indígena. Entre ellos y nuestro tiempo, pasando a
través de cuatro siglos, hay un verdadero eclipse de las conciencias respecto
del mejoramiento del indio. Sus mayores benefactores han sido -El contraste
sorprende - los Reyes españoles, que establecieron la propiedad indígena,
aunque fuese común, y los hombres de hoy, que la restauran después del largo
despojo, y procuran hacerla individual. En la responsabilidad enorme de esta
culpa, dos tercios corresponden, naturalmente, al Estado, a las Repúblicas
declamadoras de igualdades, que han sido las nuestras; pero un tercio, por lo menos,
es del cristianismo sin sentido social, que ha sido el nuestro.
La separación en México creó, tal vez, el divorcio
absoluto y lamentable que existe hasta hoy, y que cada vez es más agudo, entre
conservadores y radicales. Sólo se ve este camino para que el abismo, no
digamos se cubra, pero siquiera disminuya; que nazca una conciencia social
poderosa en los católicos y a la vez que a los ojos de los radicales se vuelva
respetable una iglesia organizada, fuerte, y con acción cívica activa. Es el
caso de Chile, y especialmente el de la Argentina.
-¿Piensa
usted, señor, que la separación en Francia ha restado fuerzas a la Iglesia?
-Ni
remotamente. Ustedes los chilenos tienen próximo el caso semejante del Uruguay:
allí como en Francia, el catolicismo ha tenido una gran llamarada de fervor.
Los verdaderos creyentes no pueden permitir que se debilite su santa
institución por el hecho humanísimo, y, por humano, inferior, de que el poder
civil le retire su alianza.
La renovación de las relaciones entre Francia y el
Vaticano, no es solamente, como se dice, el reconocimiento hacia la heroicidad
de los católicos franceses durante la guerra. La verdad es que, en los años de
la ruptura, el Gobierno laico ha palpado la extensión y la profundidad del
catolicismo francés. A la antigua alianza no se podía volver, y ha aceptado la
aproximación cordial. Esto, por mezquino que sea, constituye una nueva
política, condenadora de la antigua y fea violencia del Estado laico.
Ahora él vuelve a interrogarme:
-¿Qué
piensan los católicos de Chile sobre la separación?
-La gran
mayoría no la acepta, y en esta actitud no pesan mucho que digamos, intereses
materiales. Las rentas del clero son solamente decorosas; el rechazo de la
reforma tiene por principales causas éstas: primero, se considera que la idea
de Dios, unida a la del Estado, eleva al ciudadano y da elevación también a las
funciones de éste, pues el espíritu dignifica toda cosa; segundo, la pérdida
más dolorosa para la Iglesia sería la de la enseñanza de la religión en las
escuelas.
Me parece -dice él- que ustedes sustituirán la
segunda pérdida, muy grande, de manera semejante a la nuestra. En Estados
Unidos los católicos saben que es su deber más elemental de lealtad hacia la fe
que profesa, la instrucción religiosa de los hijos. A los padres descuidados o
reacios, que son muy pocos, la Iglesia los urge en los casos extremos, hasta
suspendiéndoles los sacramentos si no cumplen con este deber vital para el
catolicismo. Hay innumerables escuelas dominicales y sabatinas donde los
alumnos de los establecimientos reciben la doctrina.
-¿Piensa
usted que los católicos hispanoamericanos serán menos celosos?
Le contesto con toda sinceridad:
-Si mis
observaciones no me engañaron, la instrucción religiosa de la juventud en México
es inferior a lo que usted me alaba en los Estados Unidos. Hasta en mis clases
de lenguaje pude observar que las niñas no tenían conocimiento verdadero de la
Historia Sagrada.
-La culpa de
eso hay que atribuirla -explica él - al concepto que he advertido en los
católicos latinos: estiman que la religión no es una rama de conocimiento
humano, sino un resplandeciente motivo sentimental. Es grave error: la juventud
creyente, formada así, es incapaz de defender sin fe en el terreno filosófico y
seno. Yo no desdeño la emoción dentro de lo religioso; pero me parece que sería
inferior una religión sin la base racional de la nuestra. Iría a la derrota
segura, en nuestra época de análisis y de discusión de todos los valores. Por
esto yo -añade -, aunque admiro a los grandes emotivos que ha tenido el
catolicismo, me quedo con los que defendieron nuestra religión gracias a una
mente poderosa: con Santo Tomás y San Agustín.
Pero la Iglesia en Estados Unidos no se ha limitado
por cierto a las escuelas dominicales para la formación moral de la juventud;
ella aspira, como ha aspirado en todo tiempo, a sustentarla en todos los
aspectos del conocimiento. Ud. supo, durante su estada entre nosotros, que
tenemos Universidad, Liceos, Escuelas Industriales, primarias, etc. de una
prosperidad enorme. Para llegar a esto nos ha bastado, en el origen, con el
aporte individual. En Hispanoamérica y en general en los pueblos latinos, hay
el vicio del patronato oficial. Se necesita de él para todo, para construir un
ferrocarril como para crear una escuela particular.
Con la libertad anotada y con una selección
agudísima del profesorado, nuestros colegios se han hecho respetables y llega a
ser una recomendación tácita la que lleva el examinando nuestro en el solo
nombre de su escuela. El oficialismo escolar no favorece mucho que digamos, la
selección; en Francia, según he visto, hasta crea una lamentable mediocridad en
el profesorado. Los profesores brillantes son aplanados con los rutinarios, por
una especie de democracia intelectual o igualitarismo aplicado a la mente, que
es muy torpe.
No vacilo en afirmar que en la conquista de Estados
Unidos por el catolicismo debemos la mayor parte a nuestros grandes educadores.
Le pido ahora que me hable de la labor social que
desarrolla la Iglesia en Estados Unidos, para completar los datos recogidos
durante mi estada, brevísima.
-En primer
lugar está -responde - el esfuerzo por dar limpia recreación al pueblo.
Casi todas las parroquias cuentan con una sala de
conferencias; sirve a la vez de sala de discusiones libres y para exhibiciones
bisemanales de cine. Las conferencias no sólo son dadas por sacerdotes sino por
intelectuales católicos de significación. Yo doy mucha importancia a la
discusión libre. En un país donde existen sectas en número casi fabuloso, la
actividad principal de lamente católica debe ser ésta: combatir por la razón
entre los racionalistas, como en la Edad Media se combatió con la buena mística
entre las místicas degeneradas. Hay en estas salas de discusiones un ambiente
de benevolencia profunda. Los jóvenes que dudan muestran desnudamente sus
puntos en sombra y los instruidos orientan. Por el establecimiento de estas
discusiones, la Iglesia norteamericana contesta gallardamente a los que
atribuyen al catolicismo cierto pavor del examen.
El espectáculo cinematográfico lo proporcionan las
parroquias para combatir por el biógrafo educador, el biógrafo estragador.
Tendrá que ser éste siempre el espectáculo popular por excelencia, por
económico y porque es el triunfo de la imagen que ha sido siempre la fiesta del
niño. (El pueblo cuando no está corrompido, tiene la inocencia de la infancia).
Existe más todavía en la dotación que se ha hecho a
las parroquias para las recreaciones populares: la biblioteca y el campo de
deportes. Cuando tiene la ciudad un gran colegio católico, toma el estadio.
De este
modo, proporcionamos a los jóvenes una educación moderna en todos los aspectos:
él no necesita recurrir a instituciones extrañas, como algunas deportivas, en
las cuales la educación física, de medio ha pasado a volverse fin: brutalidad y
rebajamiento del ser humano. La vida en un joven, gastado por entero y en
deportes, es una cosa grotesca y plebeya.
Gabriela
Mistral