Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios de Aguirre. Nace un 24 de julio.
Nueva York, abril de 1931
Los escritores que malquieren a Bolívar insisten mucho en su ambición;
la sacan a lucir como una medida mañosa que le rebaje la mitad de la estatura y
vuelven y revuelven con la palabrita hasta que echa ella sobre el hombre unas
luces sesgadas.
Hasta donde se toca ambición se tiene tacto leal de hombre; cuando ya no
se la toca, la criatura se vuelve nada menos que el santo y produce no sé qué
vértigo. Nadie piensa a nuestro Bolívar como un ciudadano de la otra orilla ni
se ha hecho intentona de altares en su favor...
Ambición natural la que llevó y mostró, tan natural como su corazón vivo
y lleno de sangre que buscaba empleo, tan natural como que comiese y llevase
ropas, ¿qué querían, pues, los hipocritones? Un santo-general no se ha visto y
menos un Libertador de un continente de tierra y agua.
Al no haber sido rico, hablarán de su ambición de plato más grande de
habichuelas; al no haber sido un buen mozo, se les ocurrida su ansia de
mujeres. Poseyó cuanto puede poseer un hombre para que la juventud se le
acueste en Capua y allí se le quede, cuanto puede pedir la criatura sensual que
es el criollo y cuanto ha menester el hombre de cualquier parte para aceptar su
lote magnífico y quedarse sobajeando toda la vida, agradecido y orondo.
La ambición de Bolívar después de nacer en la familia donde nació, de
recibir el legado casi bautismal del Canónigo Aristiguieta y de vivir en cortes
europeas que llegaron a parecerle domésticas, debía volver la cara inteligente
hacia lo único que le faltaba, que era la gloria. Poseía la mirada panorámica,
así para la geografía como para la historia y con este ojo de beber masas y de
coger volúmenes él vio que ella le faltaba para sentirse completo, que es como
le gusta sentirse a los héroes y a los santos. Bienhaya su “vistazo” y su
determinación, bienhaya por él y por nosotros.
Ya pueden ir llegándonos otros tan cargados de este “morbo” como él lo
estuvo y tan despeñados como él hacia glorias de la misma calidad y del mismo
bulto.
La ambición se la fueron encandilando muchas cosas: primero, la
educación plutarquiana que ha sido la copita de vino empujadora de las mejores
gentes en cualquier tiempo; luego, al ver hacerse a Napoleón como un árbol de
esos que los magos ponen a crearse en unas horas; luego, el darse cuenta, con
sus ojos caladores de la ineptitud que lo rodeaba, de que estaban sin hacerse
los dos tercios de la América; luego, la época en que caían los reyes necios
como las nueces secas con el viento; luego, el que se le muriera la mujer, en
la que habría hallado empleo blando su alma venida para empleos duros. Podrían
haberlo sujetado muy pocas cosas: el tener miedo, y no había nacido, como los
más, pegado a un cuco familiar; al ser atrapado por el mucílago bueno de una
segunda esposa y de muchos hijos, o sencillamente el dudar, can duda perversa,
de que los hombres respondan al bien, lo dejen hacer y ayuden a quien se los
haga. Ninguna de estas cosas le sujetó el alma desembarazada que era la suya ni
el cuerpo ganoso.
En vez de contarle y medirle la ambición -con cierta manita peluda de
murciélago-, mejor sería darse cuenta de cómo ella fue metal químicamente puro,
o mejor una especie de agua superfiltrada en la que no se quedó bailando una
arenita obscura, una hilacha de dineros, una pajita sospechosa de medro.
Asombra de veras ver el brazo de Bolívar aventar las tentaciones una y diez
veces, en su Caracas, en su Bogotá, en su Quito, en su Lima. Mas, desconcierta
cuando a cada bandeja de frutas de oro que le pasa el Demonio delante, tenemos
presente que este hombre ama la vida en grande, que puede encariñarse con un
palacio gubernamental, porque se crio en casa-palacio y sobre todo que Plutarco
le ha sugerido, si no enseñado, el derecho de los mejores, el mando largo, el
mando que dura y que permite hacer las muchas cosas comprometidas.
La división de las gentes en ambiciosos y no ambiciosos daría, por otra
parte, unas curiosas sorpresas con los dos lotes. Una especie de limbo, donde
se hallarían los limpios de culpa y que estaría formado por los zonzos de
zoncera redonda, los lisiados de los miembros más nobles del alma, y los viejos
que han pasado los sesenta y comen su sopa de sagú... Una especie de senado,
donde las primeras filas las acapararían los justos que se adjudicaban lo suyo
precisamente por ser justos, y luego todos los constructores que construyen en
grande por la espuela visible que los mordía y por la flecha también visible
que su mano apuntaba lejos, ambas cosas instrumentos del ansia, de la ambición,
cuerpos del delito...
La división racional mejor que aquélla podría ser la siguiente: lote de
quienes ambicionaron las cosas de precio que a la vez eran las más difíciles, y
que jugaron a ellas al cuerpo y el alma, que es cuanto podemos jugar y que es
el precio más alto del mercado; lote de quienes, ambicionando las mismas cosas,
les jugaron un poco de aliento flojo y otro poco de alma sietemesina, con lo
que no ganaron todo lo que querían y lograron sólo algunos trozos, pagados con
fraude, esos mismos.
Gabriela
Mistral
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