Alabanzas de la Virgen
La Serena, 18 de agosto de 1923
I. - Reina de los Ángeles
Reina de los ángeles: Son ellos tu vestidura y la
vestidura llega hasta los confines del cielo. Hasta donde llegan los ángeles,
alcanza la sensibilidad de tu cuerpo; palpar un ángel es tocarte a ti, María, y
Tú respondes al contacto.
Se te hace un color de iris por los colores
mezclados de todos los ángeles, de los rojos, de los amarantos de los azules.
El aroma de la gloria nace en la palpitación de las
alas numerosas de los ángeles, como en una gran rosa que se sacudiera.
Los ángeles comienzan con tu nombre todos los
cantos y los acaban con tu nombre, y en el centro la estrofa se ha abrochado
con tu nombre.
La música te envuelve, pero nace de Ti y vuelve
hacia Ti, como bajo la campana de bronce las ondas musicales tornan a caer en
el badajo milagroso. Decir Reina de los Ángeles es lo mismo que decir Esencia
Musical, productora de todas las notas que vuelan sobre el Universo.
Si los ángeles dejaran de amarte, el cielo se
volvería mudo, con las bandas muertas; pero los ángeles tienen el don del amor
perdurable, no concedido a los hombres, y la esencia tuya es la de sustentar el
amor perdurable. (Aquí abajo el cansancio cansa los timbales más apasionados).
La muchedumbre de alas de los ángeles te cubre sin
hacerte invisible; su trepidación de gozo es tan activa como las aspas de los
molinos rápidos, que el vértigo hace transparentes. De éste se cumple la
maravilla de que todo el cielo esté sobre Ti y bajo de Ti, sin hacerte
veladura. Tú los riges como quien rige las comentes del mar, que nunca lo rebalsan:
así las legiones jamás se chocan.
Pero tu advocación de Reina de los Ángeles tiene aún
otro sentido: Tú gobiernas los ríos de materia angélica que pasan por los
mundos: la bondad, la paciencia, el enternecimiento. Atraviesan los
continentes, tocando las cabezas de los hombres y de los animales, cuya sangre,
por un momento, pierde su acritud y los hace preguntar qué leche les ha
penetrado; llegan a las entrañas de las minas y alivian a los condenados;
entran en las grutas como una resaca de esponjas.
Así, pues, cuando te llamamos Reina de los Ángeles,
queremos también decir esto: que riges las fuerzas angélicas de la tierra, las
que han hecho las gomas, los inciensos, los copales y las leches.
¡Reina de los Ángeles!, que para el gran día Tú nos
pongas dentro del río más ancho de música, donde el cielo hierve de potencias
celestiales como hierven de peces algunas zonas del mar.
II. - Puerta del cielo
Tú eres una de las puertas del cielo. Hay la Puerta
que rige Cristo, de blanco resplandor, como de muchas nieves; hay la de San
Pablo, roja como una gran dalia, y la de San Francisco de Asís de tiernos
goznes, y hay la tuya, que solo tiene una niebla de margaritas.
La buscan los que temen la llama blanca del rostro
de Cristo y la purpúrea de la de San Pablo, la buscan tanteando en la bruma
anterior al cielo, hasta que la encuentran.
Y puerta es nada más que tu sonrisa desplegada, que
llena al pecador de confianza; sus goznes son los extremos de tu boca.
La miran, y a sus pies trabados de extrañeza, baja
como Lina sangre tibia, el valor; y su frente, caída de timidez, se va
levantando: entero él vive de pronto como el árbol de invierno cuando el sol
empieza a moverle la pesada savia.
Te dejaron, pues, una de las puertas del cielo.
Para las mujeres de pequeña mano, que no alcanzan al aldabón de las otras; para
los niños que llegan al cielo buscando una cara de mujer, con el sabor de la
leche dulce en su lengua; para los Santos, que de las dos alas del Espíritu, la
roja y la blanca, prefirieron la blanca. Todos esos entran por la puerta de
margaritas.
Llevan una boca en que tus letanías son tan
naturales como el aliento y salen por cada suspiro; se reconocen por el ritmo
de las letanías dentro del cual caminan, y por el hablar, rompiendo las
palabras en las quiebras de la misma letanía.
Aunque Tú eres Otra, una cosa oculta como Cristo,
de misterio escondido y tremendo, como Cristo, cada uno de ellos te mira al
principio lo mismo que te miraban, allá abajo, en su iglesia familiar: para
unos tienes manto azul y blanco de alelí jaspeado y estás sentada sobre el
escabel doméstico; para otros reposas en un trono y siete estrellas, una por
cada espada, clavan el trono en el cielo; para otros sigues dando el pecho al
niño. Y así, a cada uno recibes dentro de la forma en la cual te ha amado, para
no espantarlo con tu resplandor verdadero.
Poco a poco vas mudando tus pies de carne por otros
pies, y tus sienes humanas por otras sienes y tu cuerpo entero en Otro, que
abajo no conocemos y que es poderoso como los escuadrones en batalla.
¡Puerta del Cielo!, yo iré también buscándote en la
indecisión del paisaje celeste, trémula de extrañeza comió la niebla que tantea
con mil manos, y de pronto aparecerás delante de mí con el rostro de mi madre
que para mí has tenido: la mirada verde y sobre las rodillas, extendido el
reposo, como un alga blanda.
Gabriela
Mistral
(Compilador Mario Artigas)